Organizando la boda de mi ex, y un caos Gourmet.

Capitulo 6.

_ “No sabía si quería que me curara la herida… o que me dejara arder.” _

Mi piel se sentía fresca, casi mimada, contra el roce suave de las sábanas que me envolvían como si fueran una caricia prolongada. La almohada era un sueño: mullida, cálida, como si alguien la hubiera esponjado justo para mí. El aroma a jugo de naranja recién exprimido flotaba en el aire, mezclado con el perfume irresistible del queso fundido y el pan tostado de un sándwich caliente con jamón y manteca, despertaron en mí el deseo.

De fondo, el murmullo de la ducha. Un sonido que, por sí solo, podría haberme arrullado de nuevo. Pero entonces, mis neuronas —esas traidoras— comenzaron a encenderse. Y una idea se abrió paso como un cuchillo entre la niebla:

La ducha está encendida.

Yo estoy en la cama.

Entonces… ¿quién carajo está en mi baño?

Mis ojos se abrieron de golpe. Lo primero que vi fue tela blanca y algodonosa. Porque al parecer me había envuelto como un maldito taco humano, de pies a cabeza. Literalmente.

—¿En serio? —murmuré, mientras comenzaba a forcejear con las sábanas como si fueran una serpiente decidida a devorarme.

La batalla fue breve y más que humillante. Terminé de culo en el suelo con un quejido lastimoso que no habría ganado ningún premio por dignidad.

Cuando por fin logré incorporarme y mirar a mi alrededor, me quedé boquiabierta.

La habitación tenía la misma forma que la mía, pero no era la mía.

Las paredes eran más oscuras, como si alguien hubiera querido que la luz se filtrara con recelo y por eso las pinto de un gris azulado. Los muebles eran sobrios, elegantes y demasiado ordenados para pertenecerme. No había rastros de mis libros apilados en desorden, ni de mis plantas que se negaban a morir, ni del caos organizado que me definía. Nada que gritara “Evelyn estuvo aquí”.

Y lo más inquietante: no había movimiento.

Nala no había trepado por mi espalda como cada mañana, reclamando caricias con su ronroneo de diva peluda. Max no había saltado sobre la cama con sus patas torpes y su lengua descontrolada, como si el mundo comenzara solo cuando él decidía que yo debía despertar.

Mis pequeñas bolas de pelo no me habían asaltado.

No había zarpazos.

No había ladridos.

No había hogar.

El silencio era demasiado limpio, demasiado masculino y demasiado ajeno. Seguí recorrido el lugar con ojos astutos buscando cualquier indicio de dónde estaba. Un grito ahogado se escapó de mi garganta, pero no fue por el cuarto, sino por mí.

Mis ojos bajaron, y ahí estaba yo. Vestida —si se puede llamar así— con una camiseta de algodón gris, demasiado grande para mi propio bien. El cuello caído dejaba ver mi clavícula. Las mangas me llegaban casi a los codos. Y el perfume… era inequívocamente masculino. Una exquisita mezcla de amaderado, intenso, y familiar.

No era mía la camiseta.

Ni la habitación.

Ni el perfume.

Ni el murmullo de la ducha.

Todo pertenecía a alguien más. Y yo no tenía ni la menor idea de cómo había llegado ahí.

El pánico me tomó por asalto. No como una alarma, sino como una corriente eléctrica que me recorrió el cuerpo, desconectando cualquier pensamiento coherente. Solo quedaba el instinto: Huir.

Me incorporé de golpe, olvidando por completo que mis piernas seguían enredadas en las sábanas como si fueran serpientes decididas a arrastrarme de vuelta. No llegué lejos, apenas un paso torpe, un intento de equilibrio, y terminé de boca contra el suelo con un golpe seco y humillante.

En mi caída, intenté aferrarme a una lámpara de pie —pobre ilusa— como si fuera un mástil en medio de una tormenta. Pero la lámpara no estaba de humor para heroísmos y se vino conmigo, protestando con un crujido metálico antes de estrellarse contra el suelo. El cristal de la bombilla estalló frente a mis ojos, esparciendo fragmentos como una constelación rota.

—Mierda… —susurré, con la cara pegada al suelo y el orgullo hecho trizas.

Entonces escuché una puerta abriéndose de golpe al otro lado de la cama, seguido de pasos fuertes, firmes y pesados. Cargados de intención.

Mi corazón se disparó. No sabía si por el susto, la vergüenza… o por la certeza de que esos pasos no eran de cualquiera, sino del dueño de este lugar.

—¿Estás bien? —preguntó una voz grave, aún lejana pero acercándose rápido.

No. No estoy bien. Estoy en el suelo, medio desnuda, con una lámpara muerta a mi lado y sin la menor idea de dónde carajo estoy.

Pero no dije nada. Solo me quedé ahí, paralizada, con la respiración entrecortada y el rostro ardiendo. Yo no estaba lista para mirarlo a los ojos. No después de haber dormido con su camiseta, para luego convertir su habitación en una escena del crimen doméstico. No después de haber olvidado todo lo que pasó la noche anterior.

Pero entonces volví a escuchar su voz, grave, serena y preocupada. Pero con ese timbre que parecía hecho para acariciar, no para interrogar. Una voz que no se imponía, pero que se quedaba. Atractiva y cautivadora. Como si cada palabra estuviera envuelta en terciopelo y peligro.

—Eve, mírame y dime que estás bien, por favor.

Y ahí fue cuando lo supe. Solo una persona me había llamado así: Rowan. El hombre del bar, el mismo que me sostuvo el cabello mientras vomitaba y el que me consoló sin decir demasiado. El que me miró como si pudiera ver más allá del desastre.

La vergüenza me apretó el pecho. Pero también algo más. Algo que se deslizaba por mi piel como electricidad.

Con lentitud, como si el aire pesara, levanté la vista. Para encontrarme a Rowan de pie, a un paso del reguero de cristales.

Envuelto en nada más que una toalla blanca que apenas llegaba a sus caderas. Él tenía el torso desnudo, húmedo y perfecto.

Su piel brillaba con las gotas de la ducha, que se deslizaban por músculos definidos, marcados con una elegancia que no gritaba gimnasio, sino genética y pecado. Su abdomen era plano y firme, con líneas oblicuas que descendían como flechas hacia el borde de la toalla y parecían dibujadas por un escultor obsesionado con la perfección. Su pecho se alzaba con cada respiración, amplio y fuerte, como si pudiera sostener el mundo. Y los brazos… maldición, esos brazos. No eran exagerados, pero sí precisos. Tensos en los lugares justos, como si cada fibra supiera cuándo mostrarse y cuándo esperar, y sus clavículas… joder, sus clavículas eran una obra de arte. Todo él lo era; una jodida y puta obra de arte digna de ser admirada. Todo en ese hombre parecía una invitación, una trampa.




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