Organizando la boda de mi ex, y un caos Gourmet.

Capitulo 8.

“La puerta que cerré con vergüenza… era la misma que me acercaba a él.”

Me cambié a toda prisa, con los nervios en carne viva y la mente girando como un ventilador roto. Aproveché que Rowan seguía en el baño, terminando de arreglarse para esa reunión que claramente no le entusiasmaba, y salí del apartamento sin tener la menor idea de cómo iba a explicarle que, en realidad, éramos vecinos.

Vecinos, en realidad nosotros vivíamos pared con pared, como una comedia romántica mal escrita. O una tragedia que aún no sabía cómo terminar.

Salir al pasillo fue como recibir un golpe en el pecho y el aire me dejó sin aliento. Porque ahí estaba la verdad, en forma de arquitectura: su puerta, a escasos pasos de la mía. El mismo piso, la misma alfombra y la misma distancia que separaba mi caos del suyo.

Me apresuré hacia mi puerta, revolviendo el bolso con dedos torpes. Encontraba de todo: un ticket de cine de hace meses, una goma de pelo que creí perdida desde la universidad, hasta una moneda extranjera que no recordaba haber visto antes. Pero no las llaves. Las malditas llaves.

Estaba a punto de rendirme, de patear la puerta como una lunática, cuando mis dedos rozaron el reconfortante, frío y metálico llavero.

—¡Al fin, joder! —susurré, aunque en el silencio del pasillo sonó como un grito de victoria.

La puerta hizo clic justo cuando la de Rowan se abría también.

No lo pensé y no miré. Solo me impulsé hacia adentro como si el suelo ardiera y cerré de golpe, recostándome contra la madera con la respiración descontrolada.

—Eso estuvo jodidamente cerca —murmuré, con los ojos apretados, como si eso pudiera calmar el corazón que me golpeaba el pecho como un tambor desafinado.

Me quedé así unos minutos. Simplemente respirando y agradeciendo que la puerta fuera lo suficientemente gruesa como para amortiguar mis quejas… y mi vergüenza.

Cuando finalmente abrí los ojos, me encontré con la triste realidad de mi departamento. Algo más que peligrosamente desordenado y solitario, pero al mismo tiempo familiar. Solitario hasta que Nala y Max notaron mi llegada.

Nala apareció primero, con su contoneo elegante, como si fuera la dueña del lugar y yo una intrusa. Su pelaje largo y blanco como la nieve brillaba con la luz del ventanal, y sus ojos —uno verde, el otro celeste— me juzgaban con la calma de una reina felina.

Max, en cambio, irrumpió como un torbellino de patas torpes y entusiasmo desbordado. Un Golden retriever en toda su gloria: Pelaje dorado, suave, con mechones rebeldes que se arremolinaban en su cuello como si el viento los hubiera peinado. Ojos grandes, marrones, llenos de amor incondicional y cero sentido del espacio personal.

Nariz húmeda, lengua fuera y esa energía que parecía decir: el mundo empieza cuando tú llegas. Saltó sobre mí sin pedir permiso, como si el drama de la mañana no existiera. Como si su única misión fuera recordarme que, al menos para él, yo era el centro del universo.

Y por un segundo…

Solo uno…

Me permití creerlo.

—¡Vaya, Max! Hoy estás desbordando energía —dije mientras intentaba esquivar su lengua ansiosa y sus patas torpes.

Se apartó apenas lo suficiente como para mirarme con esos ojos enormes, brillantes, y luego soltó un ladrido torpe, pero tan tierno que me hizo sonreír a pesar de todo.

Había cumplido un año hacía apenas una semana, pero seguía comportándose como el cachorro de dos meses que había llegado a mi vida con olor a leche, patas demasiado grandes para su cuerpo y una necesidad desesperada de amor.

Y yo, claro, se lo había dado todo.

—Debería conseguirte una novia —le dije, mientras me agachaba para acariciarle la cabeza—. Alguien a quien puedas babear tanto o más que a mí.

Max ladeó la cabeza como si entendiera. Como si la sola mención de una “novia” activara un interruptor secreto en su cerebro perruno.

Y ahí estaban. Las palabras mágicas. Porque al parecer, Max era como cualquier hombre: le prometes una chica y de pronto se vuelve el más obediente del mundo.

Retrocedió un par de pasos y se sentó en la alfombra, moviendo la cola con tanta fuerza que parecía una escobilla viva barriendo el suelo.

—Bien, bien —reí—. Prometo que me pondré a buscar una cachorra entonces.

Otro ladrido, aunque este era más entusiasta y más agradecido. Como si acabara de prometerle el amor de su vida.

Me alejé de la puerta, aún sonriendo, y pasé junto a Nala, que ya se había instalado en su trono habitual: el posa brazos del sofá principal. Desde ahí, observaba a Max con una mezcla de recelo y superioridad felina. Como si evaluara cada uno de sus movimientos, lista para emitir un juicio silencioso.

A diferencia de él, Nala era cautelosa y reservada. Le costaba entregar su confianza. Y yo no podía culparla. Nadie podía, no después de lo que había vivido, no después de cómo es que había llegado a mí.

—Deberías dejar de fulminar con esos ojos hermosos al pobre Max —le dije, acariciando su cabeza con suavidad—. Recuerda que él es tu hermano mayor. Y como tal, te protegerá de todo mal.

Su respuesta fue un maullido breve, casi condescendiente.

Y luego, el ronroneo. Ese sonido profundo, vibrante, que solo me regalaba cuando estaba de buen humor… o cuando necesitaba que supiera que, a su manera, también me quería.

Frotó su cabeza contra mis dedos, y por un instante, el mundo se redujo a eso: Una gata desconfiada, un perro enamoradizo, y yo…

Yo, en medio de los dos.

Tratando de no pensar en el vecino que vivía al otro lado de la pared. Y en lo mucho que me costaba no querer volver a cruzármelo.

Me quedé unos segundos más en medio del living, con Max aún moviendo la cola como si el mundo fuera una fiesta y Nala observando desde su trono felino con la dignidad de una emperatriz.

El silencio era cómodo, pero mi cabeza no lo era.

La imagen de Rowan seguía ahí, pegada a mis pensamientos como una sombra cálida. Su voz, su mirada. Su puerta, a centímetros de la mía.




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