Viernes. El día oficial en el que mi cerebro decide que estudiar es opcional y que salir con Sonia y Cali es, básicamente, un deporte extremo.
Al principio la idea era inocente: dar una vuelta por el centro comercial, comprar un helado, tal vez mirar zapatos que no puedo pagar y reírnos de la ropa de maniquí que nadie en su sano juicio compraría.
Pero claro, con mis amigas nada es inocente. Cinco minutos después de entrar a la heladería, ya estábamos aceptando la invitación a una fiesta organizada por uno de los jugadores del equipo de fútbol de la escuela.
Error número uno: nunca confiar en los mensajes de Cali cuando dice "va a ser algo tranqui".
—Tranqui mis polainas —murmuré, viendo la mansión llena de adolescentes sudados, luces de neón que podían causar epilepsia y música que seguro se escuchaba hasta en la siguiente ciudad.
Cali estaba feliz con su vestido rojo, tan ajustado que juraría que necesitaba instrucciones para respirar. Sonia ya había localizado a un idiota con piercing en la ceja y lo estaba taladrando con una sonrisa que decía "hoy duermes pensando en mí". Y yo… yo solo quería bailar un rato y olvidarme del parcial de química que me esperaba el lunes.
Pero el destino me tenía otro plan.
Un plan retorcido.
Un plan que empezaba con tres palabras:
—¡Voy al baño! —grité, más para mí misma que para ellas, porque ya me habían perdido entre la multitud.
Atravesé la sala, esquivando a un tipo que casi derrama su bebida encima de mi vestido lila (que, dicho sea de paso, subía peligrosamente cada dos pasos). Por fin encontré un baño al fondo del pasillo y casi lloré de alivio.
El baño: ese refugio sagrado donde una puede retocarse el maquillaje, mandar audios de "me quiero ir" y, en mi caso, hacer pipí.
Ni amor.
Ni drama.
Ni trauma.
Solo pipí.
Hice lo mío, me lavé las manos, me eché un poco de agua en la cara para no parecer un pollo sudado y me arreglé el vestido frente al espejo. Perfecto. Diez puntos. Podía volver al infierno de luces psicodélicas.
Abrí la puerta… y ahí fue cuando mi vida se fue directo al carajo.
La habitación, que había estado vacía tres minutos atrás, ya no lo estaba.
Había dos personas en lo que solo puedo describir como modo National Geographic en plena temporada de apareamiento.
Una chica en ropa interior (muy poca, por cierto), encima de un chico sin camisa.
Ella jadeaba. Él reía.
Y yo… me quedé congelada, como ciervo atrapado en la carretera.
Para completar la escena, una lámpara en la mesita cayó al suelo con un golpe seco. Yo juraría que hasta el universo estaba conspirando para que esto pareciera un maldito videoclip de reguetón versión censurada.
La chica se giró hacia mí, con una ceja arqueada y cara de "¿interrumpo?".
—¿Qué haces aquí? —me espetó, como si yo fuera la intrusa.
—El… baño —balbuceé, levantando las manos en señal de rendición.
Pero la muy descarada rió con una risita que me hervía la sangre.
—Sí, claro… ¿Vas a salir ya o prefieres quedarte a mirar?
Y ahí, señoras y señores, fue cuando algo en mi cerebro hizo clic.
El orgullo, el alcohol flotando en el aire, la humillación de sentirme extra en una escena que claramente no era mía… todo explotó al mismo tiempo.
Y entonces lo solté.
Lo peor.
Lo más absurdo.
Lo que jamás en mi vida pensé que saldría de mi boca:
—No. Pero estás encima de mi novio.
PUM.
Silencio.
Hasta la música afuera pareció detenerse.
La chica se bajó un poco, con el ceño fruncido.
—¿Qué dijiste?
Me crucé de brazos, como si de verdad supiera lo que estaba haciendo.
—Dije que estás encima de mi novio.
Y entonces él habló.
El chico.
Ese chico.
—¿Lina…? —su voz sonó incrédula.
Yo tragué saliva. No podía ser. NO.
Era él.
Boris.
El compañero silencioso de biología, el que jamás levantaba la mano ni hablaba con nadie, el ninja del promedio 9.9.
Ese Boris.
Y yo acababa de convertirlo en mi supuesto novio.
—Cállate, Boris —escupí, como si lleváramos seis meses discutiendo por quién lava los platos en nuestra relación ficticia.
La otra se levantó de un salto, se subió el vestido con furia y bufó como toro en corrida.
—¡No me dijo que tenía novia!
—Tampoco te dijo que tenía cerebro —repliqué, sintiéndome de pronto como una diosa griega con tacones prestados.
Ella salió hecha una furia, pateando una botella vacía.
Y yo me quedé ahí, con el corazón latiendo como tambor, la cara ardiendo y una dignidad que no sabía si aplaudirme o pegarme un bofetón.
Salí de la habitación intentando que mis tacones no delataran lo rápido que quería huir de ahí.
Respiré hondo, bajé las escaleras y me perdí entre la música y la multitud como si nada hubiera pasado. Como si no acabara de arruinar mi vida social en treinta segundos.
Me repetí en la cabeza: Nadie lo escuchó. Nadie lo va a saber. Solo fue un desliz estúpido, Lina. Mañana todo vuelve a la normalidad.
Spoiler: no volvió.
Porque a la mañana siguiente, cuando abrí mi celular, tenía más notificaciones que el propio presidente del país.
Mensajes, etiquetas, capturas de pantalla y un hashtag que jamás había visto en mi vida.
#Liris.
Y ahí fue cuando supe que estaba condenada.