Ositos de Felpa.

Capítulo 2 — #Borina

Llegué al colegio con lentes de sol, capucha y la firme esperanza de morir antes del recreo.

Mi plan A era atravesar el patio como un fantasma.
Mi plan B era tropezar y que me atropellara una carretilla.
Y el plan C, si todo fallaba: era fingir una emergencia médica muy convincente.

Caminaba rápido, con la cabeza gacha, como si el suelo fuera lo único que no me juzgara. Pero, spoiler: todo el colegio me estaba mirando como si yo fuera un anuncio ambulante de chismes.

—¿Esa es Lina?
—¡Sí, la del escándalo del baño!
—Dicen que lo perdonó. Que lo ama.
—¡Que lo atrapó con otra y dijo que era su novia!
—¡Loca total!
—Reina.

Entré al aula a toda velocidad y me metí en mi banco como quien se esconde en una cueva. Traté de clavar la vista en mi cuaderno como si estudiar fuera la solución a todo (spoiler 2: no lo es). Pero la profe de Historia me miró con esa mezcla de curiosidad y lástima que tienen los adultos cuando creen que entienden algo que claramente no entienden.

Diez segundos después escuché una voz detrás de mí que tenía el efecto de una alarma silenciosa.

—Lina.

Mi corazón bajó de golpe al estómago. No lo miré. Fingí escribir como si mi vida dependiera de caligrafía ilegible.

—Lina.

Más cerca. Mi mano comenzó a dibujar garabatos desesperados que no significaban nada pero que, aparentemente, ocupaban tiempo.

—Lina, necesito hablar contigo. Ahora.

Me levanté de un salto como resorte, agarré la mochila y salí por la puerta con la elegancia de un pulpo huyendo de un gato. Boris me siguió con paso tranquilo, como si estuviera paseando por la sección de plantas de un vivero. No, perdón: como si fuera dueño de la sección.

Pasé toda la mañana esquivándolo como si fuera terremoto. Lo evité en el pasillo, fingí una llamada falsa detrás de una planta (sí, esa planta me protegió), me escondí en el baño de las chicas —esta vez sin interrupciones divinas, gracias a Dios— e incluso fingí estar mareada para no ir a Biología, que casualmente era donde él se sentaba.

Pero los rumores crecían por su cuenta. Más rápido que moho en queso olvidado. Un grupo de chicas se lamentaba por Boris, ahora oficialmente “el novio infiel de Lina”. Una cuenta anónima subió un meme con Boris dormido y el texto “La cara del diablo cuando te engaña en una fiesta de viernes”. Mi celular no paraba. Cali me escribió en mayúsculas:

—¿ERAN NOVIOS? ¡¿DESDE CUÁNDO?! ¡¿POR QUÉ NO ME CONTASTE, MALDITA?!

Yo solo respondí lo único digno:
—NO LO SÉ, TODO PASÓ MUY RÁPIDO.

En el almuerzo creí que había sobrevivido. Tenía mi bandeja, mi postre, la paz —lo básico— hasta que una sombra se plantó a mi lado en la fila. Lo miro de reojo y es Boris, con esa calma tan peligrosa que parece un pronóstico meteorológico de tornados.

—¿Vas a correr todo el día? —preguntó, tranquilo, pero ese "tranquilo" que intimida.

Ni siquiera lo miré. Me llevé la bandeja como si fuera un objeto valioso y noté que alguien desde el fondo gritó:

—¡Yo sí te creo, reina! ¡Los hombres no valen nada!

Me cubrí la cara con las manos y deseé una conspiración de meteoritos.

Boris suspiró y, cuando lo hizo, sentí que se activaba la alarma número dos.

—¿Podemos hablar o tengo que correr detrás de ti por el gimnasio? —preguntó.

Le lancé un vistazo lateral. —Eso sonó sexual.

—No lo fue.

—Igual me voy.

Mis amigas no dejaban de reír. Cali me daba codazos de risa mientras Sonia repetía mi frase en bucle: “¡Estás encima de mi novio!” como si fuera el nuevo himno escolar. Intenté protestar, pero sus risas eran el tipo de tortura que se disfraza de cariño.

Al salir, con la dignidad a medio arreglar, una mano me agarró el brazo. Giro y ahí está él: Boris. Serio. Alto. Con la mochila colgando de un hombro como quien no tiene prisa pero decide tenerla.

—Ven —dijo.

—¡¿Qué?! ¡No! —respondí, más por costumbre que por convicción.

—Dije ven.

Antes de que pudiera soltar una réplica más ingeniosa de las que practiqué en mi cabeza, me arrastró con firmeza hacia el estacionamiento. Pasamos entre estudiantes que nos miraban como si estuviéramos protagonizando la nueva temporada de un drama escolar. Forcejeé un poco, pero él no tenía ganas de negociar.

Llegamos a su camioneta gris. Él abrió la puerta del acompañante.

—Sube.

—No.

—Lina... —susurró.

—¡No! —grité, como si eso cambiara algo.

—Voy a contar hasta tres.

—¿Qué eres, mi mamá? —le solté.

—Uno.

Cruzo los brazos con todo el orgullo adolescente disponible.

—Dos.

—¡Está bien! ¡Pero si me matás, te vas preso! —dije, entrando en la trampa como una rata en laberinto.

Subí.

Cerró la puerta del conductor con un “clic” que sonó más definitivo que muchos finales en mi vida. Hubo silencio. Uno de esos silencios densos que pesan más que las mochilas en pesos.

—¿Se puede saber qué mierda fue eso anoche? —empezó él.

Mi garganta era un trapo seco. —¿Qué parte? —pregunté, falsa.

—¿Qué parte? —repitió, exasperado—. La parte en la que le dijiste a Cristina que eras mi novia. Esa parte.

—Yo... Bueno... estaba bajo presión.

—¿Y mentir es tu mecanismo de defensa? —me espetó.

—Sí. ¿Y el tuyo? ¿Desnudarte en fiestas? —respondí, porque el sarcasmo es mi deporte olímpico.

Se quedó callado, y por un segundo pensé que lo había logrado: calma tensa total. Pero él soltó una risa, corta, inesperada. Y por alguna razón inadecuada, yo también me reí. Intenté taparlo con la mano como quien intenta ocultar que está sonrojada y no lo logra.

—Eres imposible —murmuró, negando con la cabeza.

—Y vos sos aburridamente perfecto hasta que no tenés camisa —le devolví, directa—. Eso fue... sorpresivo.




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