El sol apenas se asomaba cuando cerré la puerta de casa, me acomodé la falda del uniforme y pensé en morir. Otra vez. Tenía sueño, cero ganas de ver a alguien y esa extraña sensación de que el mundo me conocía ahora como “la novia loca del stripper escolar”. Si existiera una app para pedir un abrigo antichismes, la habría descargado.
Cruzaba la acera cuando la ventanilla del copiloto del Fiat Pulse se bajó con ese zumbido eléctrico que suena a amenaza y a romance mal calculado al mismo tiempo. Boris, apoyado en el volante, con cara de “me debés explicaciones” y sin siquiera mirarme, dijo:
—Sube.
Me detuve, lo miré y dije en voz baja:
—¿En serio? no creo que sea buena idea...
—¿Ah no? —levantó una ceja—. Pero ponerme como “infiel” delante de todo el colegio sí fue una idea brillante, ¿no?
Puse los ojos en blanco. —Técnicamente no dije que fuiste infiel.
—Tampoco dijiste que no lo fui.
—Touché.
Suspiré, rodeé el auto y me subí. Cerré la puerta con la misma pena con la que uno cierra un capítulo vergonzoso de su vida. Arrancó sin más.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Al colegio. Pero antes... te tengo una solución.
La palabra “solución” me hizo pensar automáticamente en cosas que implican urnas funerarias o viajes a la Antártida.
—¿Una solución para qué? —dije.
—Para el caos social que causaste con tu “linda” mentira. Tenés dos opciones.
Ya que lo dijo, lo imaginé con una capa y una risa de villano de película barata.
—Opción uno: te paras en la entrada del colegio, frente a todo el mundo, y decís bien claro: “Boris y yo jamás fuimos novios. Ni siquiera hablamos. Fue todo inventado por mí porque me entró un ataque de celos demente”. —Lo dijo como si fuera la cosa más razonable del mundo.
Me quedé petrificada. —¿Te volviste loco?
—Opción dos —continuó sin inmutarse—: seguís con la mentira unos días. Dejamos que el tema se enfríe y después desaparecemos la “relación” como si fuera una ruptura civilizada.
—¿Amaneciste bien? —pregunté, porque nadie puede proponer algo así sin haber dormido mal.
—Mejor que tu —contestó.
Y ahí, camino al colegio, se hizo esa conversación que parecía sacada de un manual de estrategias emocionales para gente que no sabe decir la verdad sin causar un Apocalipsis.
—¿Puedo elegir morirme? —pregunté al final.
—No es una opción —respondió. —A menos que quieras que te deje en la cuneta y diga que te robó. Total, ya tengo mala fama.
Lo odié un poquito por eso. Y también pensé: si no fuera mentira, hasta yo podría creer que estamos juntos. No se lo dije, pero lo pensé. Error.
La camioneta frenó justo cuando empezaban a llegar los primeros alumnos. Me ajusté la mochila, respiré hondo y clavé la mano en la manilla de la puerta.
—¿Lista? —me preguntó.
—No —admití—. Pero no tengo opción.
—No, mi “ex novia psicópata imaginaria”. No la tienes —dijo, sacando una sonrisa que me hizo contradecir mi propio plan de morir.
Salimos. El aire de la mañana me pegó en la cara. Di dos pasos y él, sin avisar, me pasó el brazo por encima de los hombros. No era un abrazo; era pura estrategia de presencia pública.
—¿¡Qué hacés!? —susurré, sintiendo que me subía la temperatura.
—Solo sigue caminando —murmuró a mi oído, con esa sonrisa que le queda perfecta y a la que juré que no respondería.
Quise empujarlo. Inventar que me torci el tobillo. Hacer que un carrito me atropellara. Pero al levantar la vista vi las primeras filas de estudiantes y entendí que no iba a pasar desapercibido. Chicas del curso que abrían los ojos como platos; un puñado del equipo de fútbol que se quedó callado; la portera que detuvo su charla con una vecina.
—Nos están mirando —dije entre dientes.
—Sí —contestó—. Y ahora eres “la chica que volvió con su novio infiel”. Felicitaciones; tienes más rating que cualquier telenovela del horario estelar.
Me quería morir. Pero no del todo. Solo un poco.
Justo antes de entrar, escuché murmullos:
—¿Volvió con él?
—Pobre, o no tiene dignidad o tiene mucha fe.
Boris me apretó un poco más y murmuró: —Tranquila. Esto ayuda. La lástima dura más que la vergüenza.
—¿Cómo me ayuda eso? —susurré.
—Van a pensar que estas más loca por mí que dolida por mí. La lástima es peor que la vergüenza. Créeme.
Lo miré de reojo. Algo en su cara decía que, aunque me estuviera arruinando la vida, lo estaba haciendo con una calma que daba cierto... orden.
Mientras entrábamos, mi teléfono vibró como si fuera el cuerno de un desastre: mensaje de Cali, mensaje de Sonia, una story marcada, otra notificación. Saqué el celular y vi tres cosas al mismo tiempo: un meme nuevo con nosotros, un directo, y un sticker enorme con un oso y las palabras #OSITOSDEFELPA en mayúsculas ridículas.
—¿Quién carajo inventa tantas cosas? —pensé en voz alta.
Cali escribió: “¿Sos consciente de que acaban de crear un fandom?”
Sonia puso: “PAYPAYPAY — te voy a hacer un edit con lentes de sol y fuego”
Y un contacto que no conocía había subido un video lento de nosotros entrando, con música dramática.
Lo peor: la persona que había empezado el directo ahora tenía cien vistas y subiendo. Alguien estaba transmitiendo en vivo nuestra humillación escolar.
Miro a Boris, y él solo me mira a mí, sin inmutarse, como si todo esto no fuera a explotar en mil pedazos en menos de una hora. Y yo, con el pecho contraído, supe con toda certeza: SI. Podía empeorar.