Estaba en mi cama, temblando de frío. La garganta me ardía como si hubiera tragado fuego y la cabeza me daba vueltas. La puerta de mi habitación se abrió de golpe y apareció mi madre, en modo alarma total.
—¿Por qué no te has levantado? ¡Vas a llegar tarde! —exclamó, como si yo estuviera en huelga de hambre y no convaleciente.
—Me duele… —logré decir, pero mi voz sonaba tan ronca que parecía doblaje de villano en caricatura.
Mi madre puso la mano en mi frente y abrió los ojos como si hubiera tocado una estufa encendida.
—¡Estás ardiendo! —salió corriendo y volvió en menos de cinco minutos con un termómetro, un paño húmedo y, probablemente, el manual de primeros auxilios.
El termómetro pitó. Mamá soltó un grito digno de película de terror, me empujó una pastilla, un vaso de agua y casi me cargó hasta la ducha. Cuando volví a la cama, ya había cambiado las sábanas, puesto el paño en mi frente y me había arropado como un tamal.
Me quedé dormida enseguida… pero unas voces me despertaron.
Abrí los ojos despacio: Cali y Sonia estaban en el suelo con cojines, el laptop en las piernas de Sonia y las dos riéndose como si tuvieran la receta de la felicidad.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunté, con mi voz de rana resfriada.
Levantaron la cabeza al mismo tiempo, en modo coro dramático:
—¡Ay, mi pobre bebé! —y se lanzaron encima de mí.
—Ai… ai… ¡aire! —logré decir entre los abrazos aplastantes.
—Te trajimos un enorme helado —dijo Cali, como si revelara un tesoro.
—Y bastante chocolate —añadió Sonia, solemne.
—Pero hubo supervisión y fue expropiado —dramaticé Cali, llevándose la mano al corazón.
—Tu madre prometió un poquito después de la comida —añadió Sonia, fingiendo llorar.
No pude evitar reír.
—¡Las amo, chicas! —dije, abrazándolas de vuelta.
Mi madre entró con un plato de sopa y lo dejó frente a mí con mirada de general.
—Quiero ese plato vacío, Lina —ordenó.
Cali hizo sonar su celular y soltó un gritito que casi me hace saltar de la cama.
—¿Qué pasó? —pregunté, alarmada.
—Oh, amiga… esto se pone cada vez más divertido —murmuró Sonia, con la sonrisa más traviesa del mundo.
Mamá salió de la habitación dejándonos con la sopa, los platos de las chicas y su mirada de “más les vale portarse bien”. En cuanto la puerta se cerró, las vi sonreírse de una forma sospechosa.
—¿Y ustedes por qué están tan contentas? —pregunté, arqueando una ceja.
Sonia no dijo nada; solo giró el celular hacia mí.
—Oh, no… —susurré, llevándome la mano a la frente—. ¿Qué pasó ahora?
En la pantalla estaba el Instagram de Boris. Mi alma salió por un segundo cuando vi su nueva publicación: una foto mía, acostada en pijama, abrazando a mi enorme osito de felpa rosa —esa foto que Sonia tomó en nuestra última pijamada y juró que jamás saldría de su galería—.
La imagen llevaba un filtro brillante y el pie de foto: “Mi Osita de Felpa 🐻💖.”
Me tapé la cara con las manos.
—No puede ser… —gruñí, revolviéndome en la cama.
Cali explotó en carcajadas.
—¡JAJAJA! O sea… “Osita de felpa”! Esto es lo mejor que he visto en meses.
Sonia, fingiendo solemnidad, añadió:
—Amiga, tienes que admitir que es tierno… en un nivel sospechosamente psicópata.
—¡Sonia! ¡Esa foto la tomaste TÚ! —la señalé indignada, lanzándole la almohada más cercana.
—Ups… traición en alta definición —dijo, tapándose la cara.
No sabía si reír o llorar. Lo único claro: Boris estaba oficialmente fuera de control.
Con el corazón a mil, tecleé furiosa:
“¡Boris! Borra ESO YA. No es gracioso. No me hagas quedar como una loca de felpa.”
Ni dos segundos después, la pantalla se iluminó: Videollamada entrante: Boris.
—¡No, no, no, no pienso contestar! —dije, apretando el celular contra el pecho.
—Yo sí —saltó Cali con su sonrisa maliciosa. Antes de que pudiera detenerla, ya había aceptado la llamada.
—¡Cali! —protesté, pero era demasiado tarde.
La cara de Boris llenó la pantalla, con esa sonrisa como de quien ganó la lotería.
—Hola, Osita de Felpa… —dijo, en tono triunfal.
—¡Boris! —grité, escondiéndome bajo la manta.
—¿Pero qué…? —se inclinó hacia la cámara, confundido—. ¿Estás enferma?
Sonia, en modo reportera, apuntó el teléfono y narró:
—Estado actual de nuestra Lina: fiebre, nariz roja como reno navideño y actitud de drama queen al 100%.
Cali enfocó mi cara asomando entre las sábanas y estalló de risa.
—¡No me enseñen así! —intenté cubrirme más, pero Boris ya me veía y soltó una carcajada.
—Mírate… hasta enferma te ves adorable —dijo con una naturalidad que volvió a encender mis mejillas más que la fiebre.
Las chicas corearon un “oooooh” exagerado, disfrutando el espectáculo. Yo solo quería desaparecer.