Ositos de Felpa.

Capítulo 7 — #VenzagaDeLina.

Si hay algo que puedo afirmar con certeza absoluta, es que la Educación Física debería considerarse un deporte de tortura medieval. Y si creen que exagero… bueno, no han jugado conmigo y un balón de voleibol.

Ahí estaba yo, en la cancha, rodeada de chicas que parecían modelos de fitness y chicos que parecían sacados de un calendario de playa. Yo, por otro lado, era la definición ambulante de desastre en movimiento: cero coordinación, cero gracia, cero esperanza.

—Lina, concéntrate —ordenó la profesora con esa voz que solo los tiranos conocen—. Hoy jugamos voleibol. Tú con el equipo azul.

Mi primer pensamiento fue: “Azul… como mis lágrimas de humillación futura.”

Respiré hondo y me preparé para enfrentar la bola… y mi destino.

Los jugadores del equipo rojo entraron a la cancha. Altos, guapísimos, con sonrisas capaces de provocar desmayos colectivos. Las chicas suspiraron, yo susurré:

—Oh, no… yo no puedo con esto.

Me forcé a mirar la pelota. Inhalé. Me posicioné. Todo estaba bajo control. Al menos, eso pensé.

—¡Listos! —gritó la profesora—. ¡Servicio!

El balón voló directo hacia mí. Mi cerebro gritó: “Atrápala”. Mis manos respondieron: “Ni loca, mejor corre”.
Resultado: ¡BAM! La pelota me dio en la nariz con una precisión quirúrgica.

El dolor fue instantáneo, punzante. Los ojos se me llenaron de lágrimas, el mundo giró un poquito, y yo estaba lista para renunciar a la educación obligatoria.

—¡Lina! —chilló la profesora—. ¡Fuera de la cancha!

Y justo cuando pensé que tendría que arrastrarme como mártir, alguien me sujetó del brazo. Alto. Firme. Caballeroso.

—Vamos, yo te llevo —dijo una voz grave.

Me giré, y ahí estaba: Pedro, el capitán del equipo, con cara de héroe de película.

—¿Me estás salvando o humillando más? —pregunté, intentando sonar digna mientras me llevaba.

—Un poco de ambas —contestó con un guiño.

El trayecto hasta enfermería fue un desfile de miradas. Yo con la nariz chorreando sangre como extra de película de terror clase B, y él como si cargara a una princesa caída en batalla.

La señora enfermera me sentó, me apretó la nariz con un algodón que olía a muerte y alcohol, y me ordenó que no me moviera.

Pedro se quedó de pie, apoyado en la pared, mirándome con esa sonrisa divertida que parecía decir “no pasa nada.

—De todas las formas posibles de llamar la atención, elegiste romperte la nariz.

—Muy gracioso —bufé, con voz tapada por el algodón.

—Tranquila, igual te queda bien el look de guerrera herida —dijo, con ese tono tan relajado que hasta me arrancó una risa.

Sonó el timbre que daba por terminada la hora de Educación Física y, por un segundo, pensé que todo había acabado. La enfermera volvió con paso firme y me tendió un papelito impresito.

—Esto es para que te vayas a casa y vayas al médico —dijo—. Tu madre que firme y llevalo a Dirección.

Lo tomé con manos temblorosas. Un justificativo escolar. Palabras que decían oficialmente: “no vuelvas a hacer deporte hasta nuevo aviso, por favor”.

Pedro, que había permanecido al lado de la camilla como si fuera un centinela, entró en acción.

—Te acompaño a casa —ofreció con naturalidad.

Primero me negué por puro orgullo herido y vértigo sentimental.

—No, no hace falta —balbuceé—. Puedo ir sola.

Él arqueó una ceja. —¿En serio? Con la nariz así y esa cara… suena a mala idea.

¿Saben cuando el corazón te late tan fuerte que sientes que va a fugarse del pecho en busca de aire? Eso me pasaba ahora. Pedro parecía ilegalmente preocupado. Y yo… yo era incapaz de decir que no.

—Bueno… está bien —suspiré—. Pero no quiero que pienses que esto es… nada.

—No pienso nada —contestó él, con esa calma que te hace querer confiarle hasta tus contraseñas

—. Vamos.

Salimos de la enfermería caminando despacio, entre miradas curiosas y algún “¿qué pasó?”. Pedro caminaba a mi lado, con esa postura de quien lleva el mapa cuando todos se pierden. Nos dirigimos al estacionamiento donde había aparcado su auto: sencillo, limpio y sorprendentemente serio, como su dueño.

Mientras abría la puerta del copiloto para que subiera, me lancé con el típico comentario para salvar la vergüenza:

—No te preocupes, esto no va a convertirte en mi héroe a tiempo completo —dije, fingiendo desdén.

Él cerró la puerta con cuidado y, con la tranquilidad de quien no se inmuta, arrancó el motor. Por un instante hubo un silencio cómodo —de esos que hacen que se te hinche el pecho— y luego, con voz casual, soltó:

—No vas a tener problemas con tu… ¿novio? por traerte a casa, ¿Verdad?

La palabra “novio” me atravesó como un cable eléctrico. Me quedé helada, la cabeza haciendo malabares: ¿novio? ¿de quién habla? ¿Qué diantres?

—¿Novio? —repetí, ¿yo tenia novio?

—. Boris ¿O ya terminaron? — murmuró, como pensándolo, sin mirarme demasiado.

—¿Boris? — El pensamiento me llego rapido como rayo mi supuesto novio infiel.

—Ahhh, sí —solté, atropellada—. Boris. Claro, mi novio. Jajaja. (Sonó muy poco convincente incluso para mí.)

Pedro dejó escapar una pequeña risa, ese tipo de risa que no es burla sino curiosidad. —Ya veo —dijo—. Entonces no habrá dramas por esto.

Mi estómago hizo un nudo. — No tranquilo... todo bajo control

—Bueno —respondió él, mirando la carretera—. Si hay problema, yo me encargo. Y si alguien te molesta, me avisás. ¿Trato hecho?

Mi corazón dio un salto acrobático. —Trato —murmuré.

Mientras hablábamos, él era práctico: me contó que hablaría con la profe por el tema del faltazo y me preguntó si prefería que llamara a mi madre. Dije que no hacía falta, pero agradecí el gesto con una sonrisa traicionera.

Pedro estacionó frente a mi casa y bajó del auto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.