Cali se sentó a mi lado, me dio unas palmaditas en la pierna y me miró con cara de “tranquila que sobrevivirás”.
—Ve el lado bueno… ya llevas cinco mil vistas —dijo, mostrando la pantalla con una sonrisa de malvada satisfacción.
—Genial… —bufé—. Justo lo que necesitaba: fama viral por culpa de una caída.
Giré hacia Boris.
—Eres un imán de problemas —le dije, cruzándome de brazos.
Él arqueó una ceja.
—¿Yo? Te recuerdo que fuiste tú quien nos metió en este embrollo de “novios e infidelidades”, señorita bájate de encima de mi novio.
—¡Yo no dije eso! —grité, poniéndome de pie.
—¿Ah, no? Porque yo lo recuerdo clarito —dijo, avanzando hacia mí con esa sonrisa que me hervía la sangre.
—¡Agg! Provocas… provocas… ¡golpearte! —espeté, ya casi temblando de rabia.
—Pzz, no veo qué te detiene —contestó él, chocando sus zapatos con los míos, retándome.
Levanté la cabeza para enfrentarlo. Estaba demasiado cerca. Podía sentir su respiración rozándome.
—¿O lo que te molesta es que lo vea el jugadorcito estrella? —susurró, con esa mirada de fuego que me descolocaba por completo.
—No tienes derecho a meterte en mi vida, tonto —le respondí, apretando los puños.
—¿Se van a besar o les busco los bates? —interrumpió Cali, con las manos en la cintura.
Fue ahí cuando me di cuenta de lo cerca que estábamos. Demasiado. Me aparté de golpe.
—Pediré un taxi —murmuré, buscando mi teléfono. Sonia seguía en línea, así que le hice un gesto con la mano y corté la llamada.
Pero Cali me tomó del brazo.
—Ni lo sueñes. No vamos a montar en ningún taxi, loca. ¿Quieres aparecer mañana en los sucesos?
—Pzz… en estos momentos, no me importaría tanto —dije, medio en broma, medio en serio.
—Tonterías —respondió, arrastrándome hacia la camioneta de Boris.
Él desbloqueó las puertas, y por supuesto, Cali me obligó a sentarme de copiloto. Porque claro, disfrutar de mi sufrimiento es su deporte favorito.
Boris encendió el motor. Una canción conocida empezó a sonar. Mis amigas y yo la amábamos.
Cali empezó a cantar, y yo, a regañadientes, la seguí. Boris subió un poco el volumen.
A mitad del camino, ya estábamos las dos gritando a todo pulmón y riendo como si nada hubiera pasado.
Cuando llegamos frente a la casa de Cali, ella bajó corriendo.
—Nos vemos, parejita —canturreó, y desapareció dentro.
El silencio llenó el auto. Pesado. Incómodo.
Yo miré por la ventana. Sentía el corazón acelerado, y no solo por la discusión.
Boris estacionó frente a mi casa.
—Recuerda ponerte la pomada antes de dormir —dijo, sacándome de mis pensamientos.
Asentí, abriendo la puerta.
—Oye, Lina… —su voz me detuvo—. Si quieres, puedo ayudarte con química. No hay problema.
Lo miré, sorprendida.
—Yo…
—No tienes que aceptar ahora —interrumpió—. Solo piénsalo.
Iba a responder, pero la puerta de mi casa se abrió y mi madre apareció, furiosa.
—Oh, no, no, no… —murmuré.
—Mierda, ahora sí voy a ser ejecutado —susurró Boris.
—¡Vete! —le dije, en pánico.
—Pero yo…
—¡Ya! —grité, empujándo la puerta con un fuerte golpe.
Él me miró un segundo, serio, y arrancó el auto.
—Buenas noches, mami —dije con mi mejor sonrisa falsa.
Ella me tomó del brazo y me arrastró dentro.
Mientras me dejaba caer en el sofá, mi teléfono vibró. Lo saqué. Una notificación de Cali.
Era una foto de Boris y yo, demasiado cerca, con el texto:
“Son una pareja muy bonita 💖”
Yo me tapé la cara con las manos.
Definitivamente, la tierra debería venir con un botón de autodestrucción instantánea.