Ositos de Felpa.

Capitulo 16 - “Nota tres, madre furiosa y milagro vecinal”

Hay tres momentos en la vida en los que sabes que tu final está cerca:

Cuando ves la nota de un examen con un “3” gigante.

Cuando tu madre dice: “Solo quiero hablar contigo.”

Y cuando ambos sucesos ocurren el mismo día.

—Apaga ese teléfono, Lina —dijo mi madre con una calma que daba más miedo que un grito.

Yo, valiente como una cucaracha frente a una chancleta, bloqueé el teléfono y lo dejé a mi lado.

—Mami, antes que digas nada, quiero que sepas que estoy viva, sana y que el veterinario dijo que no fue grave...

—¿El qué? —preguntó ella, alzando una ceja.

Ups.

—Nada, olvida eso. ¿Quieres una galleta? —intenté cambiar de tema, levantándome para ofrecerle una.

—Siéntate, Lina.

Me senté. Claro, porque si me levantaba, capaz que me exorcizaba allí mismo.

—¿Me puedes explicar —empezó ella, con esa voz dulce que solo usa antes de la tormenta— por qué venías bajando de la camioneta de ese muchacho?

—¿Cuál muchacho? —pregunté, fingiendo demencia.

—El de las cejas gruesas, el que se hace el calladito —respondió sin pestañear.

—Ahhh, Boris...

—¡Así que era Boris! —exclamó mi madre golpeando la mesa.

Yo di un saltito.

—Bueno, sí, pero fue por una buena razón, mami, lo juro.

¿Buena razón? —repitió, cruzando los brazos—. A ver, ilumíname, porque la última vez que alguien me dijo eso terminé pagando la cuenta del veterinario por un gato que ni era nuestro.

—¡Fue un accidente! —dije alzando las manos—. Bueno, dos accidentes: el de la biblioteca y el de toparme con Boris.

—¿Biblioteca? —su mirada se afiló—. ¿Y qué hacías tú en una biblioteca a las nueve de la noche?

—¡Estudiaba! —dije rápido.

—¿Con quién?

Silencio.

—¿Con quién, Lina?

—Con... con... Boris —susurré.

—¿¡Con quién!? —rugió, poniéndose de pie.

En ese momento sentí que mi espíritu abandonaba mi cuerpo y flotaba hacia un lugar mejor... uno donde no existieran madres furiosas ni veterinarios.

—¡Mami, espera! No fue como piensas, él me estaba ayudando con química.

—¿Y me vas a decir que no hay profesores para eso? —replicó, con las manos en la cintura—. Mira, Lina, te lo voy a decir una sola vez: ese chico vuelve a aparecer aquí, y te juro que va a conocer su final.

—¿Final feliz o final tipo documental de crimen? —pregunté con una sonrisa nerviosa.

—Lina... —advirtió ella con tono asesino.

—¡Ok, ok! ¡Final tipo "no quiero saberlo"! — levanté las manos en rendición.

Ella suspiró y se sentó frente a mí.
—Hija, yo te amo. Pero si sigues en esas aventuras, voy a tener que ponerle GPS a tus zapatos.

—No exageres, mamá.

—¿Exagerar? Te vi bajando de la camioneta de ese muchacho con cara de “me meto en problemas por deporte”, con el mismo con el que dejé claro que no quiero verte.

—Tiene cara de matemáticas, no de problemas —intenté defenderlo.

—Lina, tú tienes cara de buena niña y mírate — replicó ella, con sarcasmo de madre nivel experto.

Iba a responder, pero en ese momento sonó el timbre.
El cielo se abrió y los ángeles cantaron.

—Voy yo —dije, levantándome tan rápido que casi me tropiezo.

—No, no, siéntate. Yo voy —ordenó mi madre.

—No, de verdad, puedo...

—Lina.

Ok. Fin del intento de fuga.

Ella fue a abrir la puerta, y yo crucé los dedos. Si era un vendedor, lo abrazaba.
Pero no. Era la vecina, sonriendo con una pequeña torta en la mano, como si supiera que mi alma necesitaba azúcar.

—Buenas tardes, vecina —dijo amablemente—. Traje un pedazo de pastel de chocolate para Lina, para agradecerle por aceptar cuidar de mi bello Manchas.

Mi madre la miró con una ceja levantada, luego me miró a mí… y suspiró.

—¿Cuidar a Manchas?

—¡Sí! —dije yo, casi gritando.

—Mañana tengo una reunión importante y no puedo faltar, pero no aceptan a Manchas. Lina se ofreció a cuidarlo —explicó la vecina, toda sonriente.

Silencio.

Mi madre exhaló, tomó la torta y dijo:
—Muchas gracias, vecina. Lina cuidará muy bien de Manchas.

—No lo dudo —respondió la vecina, con una sonrisa cómplice.

Me lanzó una mirada que decía: “Te salvé la vida. Me debes una pizza y un spa.”

Me levanté, la abracé y susurré:
—Eres mi heroína, mi ángel y mi abogada defensora.

—Y no lo olvides —respondió ella, con un guiño.




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