—Ahora come, futura castigada —dijo mi madre, sirviendo un pequeño plato con dos empanadas de pollo.
—No sé si sobreviviré al examen, pero al menos moriré feliz comiendo torta de chocolate —repliqué mirando la torta que estaba en el centro de la mesa, tan provocativa que parecía burlarse de mí.
La voz de mi madre retumbó como si yo hubiera insultado a toda la familia:
—¡Come, Lina!
—Sí, mamáaaaa —grité, rodando los ojos.
Ella se cruzó de brazos. Mala señal.
—Tienes prohibido volver a montarte con ese muchacho.
—¿Mami?
—Escúchame bien, Lina. Es mi última advertencia. Estás castigada.
—Pero…
—Uno: no puedes salir de esta casa, solo a la escuela. Dos: quiero que termines con ese muchacho ya. Tres: no te vuelves a montar en ese carro jamás. Y cuatro: prohibido ir a bibliotecas a “estudiar”.
—Pero mamá, tengo un examen muy importante de química —dije con voz desesperada.
—Bueno, yo me encargaré de buscarte un tutor.
—¡El examen es en dos días, mamá! ¡En serio es muy importante!
Ella suspiró, llevándose una mano a la frente.
—Lina, puedes buscar a alguien que te enseñe química… pero será aquí, bajo mi techo, bajo mis reglas.
—¿Puedo irme a mi habitación? —pregunté, más cansada que molesta.
—No has comido.
—No quiero.
—Come, Lina.
—No tengo hambre.
—Ahora.
Me levanté de la mesa sin decir nada.
—¡Lina, vuelve aquí ya!
—Cuando dejes de tratarme como una niña de diez años, mamá. Tengo diecisiete, merezco salir con mis amigas, divertirme y…
—¿Y qué? ¿Llegar a mi casa con una barriga?
—¡Mamá!
—¿Crees que soy idiota, Lina? Sé muy bien lo que los muchachos como él quieren.
—Ni siquiera lo conoces.
—No tengo que conocerlo para saberlo.
—Confía en mí, mamá.
—Pfff… la confianza se gana, y hasta ahora la estás pisoteando.
Subí corriendo las escaleras y cerré la puerta de mi cuarto de un portazo.
—¡No tienes derecho a tirar puertas, Lina! ¡Esta es mi casa! —escuché gritar desde abajo.
Me tiré en la cama y abracé a mi enorme peluche de felpa. Sentí las lágrimas subir, y antes de darme cuenta ya estaba llorando, empapando al pobre peluche.
El teléfono vibró a mi lado. Lo tomé sin ganas, pensando que sería alguna notificación de tarea o algo sin sentido. Pero no…
Habían hecho un meme de mi caída en la biblioteca. Genial. Mi desgracia ya aumentaba.
Pero eso no fue lo peor. Lo que me hizo dejar de llorar —y quedarme en shock— fue una etiqueta en Instagram.
Pedro había subido una foto con dos boletos para el cine y me había etiquetado con un:
#EnEspera.
Boris, por supuesto, tenía que aparecer. Comentó:
#SueñaJugadorcito.
Y, como si el universo no tuviera piedad, los estudiantes del colegio empezaron a comentar y a etiquetarme en todo.
Mi nombre estaba por todas partes.
Cuando creí que ya no podía ir peor, Boris subió una historia con la foto que Cali me había mandado, la de el acercamiento.
Le había puesto una canción romántica de fondo y el texto:
#OsitadeFelpa #Miosita.
Yo quise lanzar el teléfono por la ventana. Literalmente.
Abrí el chat de Cali:
Yo: ¿Por qué le enviaste esa foto a Boris?
Cali: ¿Qué foto?
Yo: ¡No te hagas, Cali! 😤
Cali: Amiga… fui sobornada.
Yo: Olvídate de tu regalo de cumpleaños. 😡
Cali: Te amo, amiga 🥰
Un nuevo mensaje apareció. Era Boris.
Boris: ¿Crees que el jugadorcito se ponga muy celoso? 😉
Yo: Borra esa foto.
Boris: Te estoy ayudando.
Yo: ¿Ayudando?
Boris: Los chicos celosos son los primeros que caen. 😏
Yo: ¿Te golpeaste la cabeza?
Boris: Ya verás, estará a tus pies.
Yo: ¡YO NO QUIERO A PEDRO A MIS PIES! 😤
Boris: Te gusta.
Yo: ¡NO!
Boris: Miéntele al mundo, pero no a mí. 😌
Apagué el celular y lo lancé sobre la cama.
—Necesito vacaciones de mi propia vida —murmuré.