La mañana siguiente, el sol se coló por la ventana y me despertó con un maullido. Me froté los ojos, medio dormida, y escuché la voz de mi madre desde el pasillo:
—¡Lina! ¡Baja un momento!
Bufé, con el cabello hecho un nido y la dignidad todavía dormida. Cuando bajé, ella estaba en la cocina con una cajita entre las manos.
—Mira quién llegó temprano —dijo con una sonrisa pequeña.
Dentro de la caja, una bolita de pelos blancos maullaba.
—¡Manchas! —exclamé, tomándolo en brazos—. Pensé que lo traerían más tarde.
—La vecina tuvo que salir temprano —explicó mi madre—. Lo recogerá en la noche.
Apreté al gato contra mi pecho. Era el pequeño traidor más adorable del mundo. No era mío, porque mi madre no soportaba tener animales en la casa, pero igual lo amaba.
—¿Puedo subir con él? —pregunté.
Ella asintió, pero cuando di media vuelta, su voz me detuvo en seco:
—Dame tu teléfono.
Me quedé congelada.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque estás castigada, Lina. Cuando te comportes, te lo devolveré.
—Mami… —murmuré, sintiendo las lágrimas empezar a picarme en los ojos.
—No es un castigo eterno —dijo ella con calma—. Solo quiero que pienses un poco.
Le entregué el teléfono con manos temblorosas. Sentí como si me arrancaran un pedacito de libertad. Subí a mi habitación con Manchas en brazos y me acurruqué en la cama, acariciándolo.
—Bueno, parece que solo me quedas tú, Manchas —susurré, y él maulló como si entendiera.
“Castigada. Sin teléfono. Sin vida. Perfecto.”
Miré el reloj. Si no me apuraba, llegaría tarde. Dejé a Manchas en la cama, entré al baño, me duché a la velocidad de la luz y salí mojando medio piso. Me puse el uniforme, sequé mi cabello como pude y tomé mi mochila.
Cuando bajé, mi madre salía de la cocina con un delantal y una taza de café.
—No te vas a llevar a Manchas a la escuela —dijo al verme.
—Tengo que cuidarlo —respondí, haciendo puchero.
—Yo me encargo de él hasta que llegues —dijo, cargándolo y metiéndolo en su caja.
Suspiré resignada. —Está bien.
Caminé rumbo a la puerta.
—¿No vas a desayunar? —preguntó.
—Si no salgo ya, pierdo el bus. Gracias a que me quitaste el teléfono, no puedo pedirle a Cali que me espere. —Lo dije sin mirarla, con el tono justo para que sonara como un drama adolescente oficial.
Ella suspiró. Yo tuve una mínima esperanza de que me devolviera el teléfono… pero no. Solo dio un sorbo a su café y me deseó suerte.
Salí frustrada.
Y como si el universo quisiera burlarse, empezó a llover.
—Perfecto —murmuré—, el clima también me odia.
No llevaba chaqueta, así que en menos de un minuto estaba empapada. Vi el bus venir y suspiré aliviada… hasta que pasó de largo, lleno.
—¡Noooooo! —grité al aire.
Y fue entonces cuando lo vi.
La camioneta de Boris.
Por supuesto.
No era que quisiera desobedecer a mi madre, pero estaba lloviendo, el bus se había ido, y si no llegaba, me pondrían otra sanción. Así que... ¿por qué no?
Boris bajó la ventana y sonrió.
—Buenos días, Lina.
—Para ti —respondí, subiéndome al auto y cerrando la puerta con fuerza.
El auto avanzó entre la lluvia.
—¿Viste que ya casi llegamos a los veinte mil? —dijo Boris con una sonrisa orgullosa.
—Gracias a ti estoy castigada —solté, cruzándome de brazos.
—¿A mí?
—Sí, a ti. ¿Quién fue el genio que dijo “mi novia” delante de mi madre?
—No fue mi inten…
—No me interesa. —Lo interrumpí—. Por tu culpa me quitaron el teléfono, no puedo estudiar en la biblioteca, y pasado mañana tengo el examen de química. Dime, ¿quién va a querer darme clases en mi casa, con mi madre monitoreando cada respiración?
—No quise que…
—Sí, eso mismo pensé. Así que no hables. —Me giré hacia la ventana y me quedé en silencio.
El resto del camino fue un festival de tensión.
Cuando el auto se detuvo, ni esperé a que estacionara: abrí la puerta y bajé corriendo bajo la lluvia.
Me empapé, pero al menos tenía mi dignidad.
Entré al aula directo a historia. Cali me saludó, y me dejé caer en mi asiento.
—¿Estás bien? —susurró.
—No. Mi vida es un desastre, Cali.
Antes de que pudiera responder, el profesor habló:
—Buenos días, clase. Pueden guardar todo. Hoy veremos una película sobre la guerra del siglo IV. Me deben entregar un pequeño resumen la próxima clase.
—Genial —murmuré, sin entusiasmo.
—¿Disculpe, señorita Lina? —dijo el profesor, frunciendo el ceño.
—¿Sí? —pregunté, intentando parecer inocente.
—¿Tiene algo que compartir con la clase?
—No, señor.
—Creo que sí. —Se cruzó de brazos—. Venga conmigo, daremos un paseo.
—¿Pero…?
—Vamos, Lina.
Me levanté arrastrando los pies. El profesor me llevó directo a dirección.
Mientras hablaba con el director sobre mi “falta de respeto”, yo solo pensaba: mi madre me va a matar.
Cuando regresé al salón, la película ya había empezado, pero no vi ni un segundo.
Solo podía imaginar mi epitafio:
“Aquí yace Lina.
Reprobó química, desobedeció a su madre y murió de puro drama adolescente.”