Dormí poco. Bueno... "dormir" era una palabra generosa.
En realidad, me la pasé dando vueltas, mirando el techo y repitiendo una escena en mi cabeza como si fuera un maldito tráiler romántico: él, su mano en mi cuello, y ese beso que todavía podía sentir en mis labios. Cada segundo, me tocaba, me mordía los labios como buscando el sabor de su boca...
Me tapé la cara con la almohada y solté un quejido.
—¡Lina, basta! —me regañé a mí misma.
Pero no bastaba. Ni el aroma del café que salía de la cocina ni el ruido de los pájaros en la ventana lograban distraerme. Todo me recordaba a él: al tonto de Boris y a su sonrisa arrogante.
Cuando bajé, la casa estaba rara.
Mi madre preparaba café, seria y concentrada. No dijo "buenos días"; solo movía la cuchara en la taza como si estuviera planeando algo nuclear.
Me senté frente a ella, en silencio.
El reloj marcaba las 7:10. Ni nos miramos.
—Llegaste tarde anoche —dijo al fin, sin levantar la vista.
—No muy tarde —respondí, bajito.
—¿Dónde estabas?
Mi alma se heló.
Tragué saliva.
—Con... Cali.
Mi madre asintió, sin creerme ni un poquito.
—Ajá. Cali. Qué aplicada —dijo, con tono neutro.
Me concentré en remover mi cereal tratando de no delatarme. Ni en mil años le diría que en realidad había estado con Boris, que compartimos un beso no apto para madres locas en un auto.
—Estoy un poco ocupada con unas cosas del trabajo —dijo mi madre mientras se levantaba de la mesa—. Así que te pido, por favor, no llegues tarde otra vez.
—Sí, mamá —respondí.
Cuando se fue, solté el aire que no sabía que estaba conteniendo y apoyé la cabeza en la mesa. Sonreí, a pesar de que no debía.
—¡Vamos, Lina! Te llevaré a la escuela —la voz de mi madre sonó desde la sala.
Casi me caigo de la silla.
—¿Me llevarás a la escuela? —pregunté, en pánico.
—Sí, busca tu mochila rápido, que se nos va a hacer tarde.
Quedé parada un momento, viendo a mi madre como si le hubiera salido otra cabeza.
—¡Lina, rápido! —insistió.
Corrí a mi habitación, tomé mi mochila y bajé. Mi madre ya estaba abriendo la puerta. Salí detrás de ella, cargando mi bolso en el pecho como escudo.
Iba a preguntar si tomaríamos un taxi, porque se suponía que mamá no tenía auto… bueno, sí tenía, pero eso fue antes de que lo estrellara contra otro carro. Había quedado inservible (gracias a Dios a mamá no le pasó nada, solo una pequeña torcedura en la muñeca). Desde ese día, no tenía auto.
Pero ahora, allí, frente a la puerta, estaba un coche… un poco lujoso.
(Ok, ¿desde cuándo compró un auto?)
Mi madre desbloqueó las puertas y me hizo un movimiento con la cabeza para que entrara. Me senté muy recta mientras el auto arrancaba.
—¿Ya estás lista para el examen de hoy? —rompió mi madre el silencio.
La miré como si acabara de hablar en otro idioma.
—Sí —dije, un poco cohibida.
Abrí mi mochila solo por distraerme. Una hoja rosada llamó mi atención. Fruncí el ceño; no recordaba tener ese color de hojas. La tomé y una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro. Era una guía de estudio de química: tenía lo principal que debía saber, lo que no debía olvidar y pequeñas frases del cuento infantil que habíamos leído.
—¿Eso es? —preguntó mi madre mientras el auto se detenía en un ALTO.
—Nada… solo una guía de estudio.
—¿Y desde cuándo estudiar te parece la mejor cosa del mundo? —preguntó, arqueando una ceja.
—Fue un regalo de Cali —mentí, sin dudar.
El auto se detuvo frente a mi escuela. Bajé rápidamente antes de que siguiera con su interrogatorio para el cual, sinceramente, no estaba nada preparada. Escuché que susurró un “suerte” antes de que el coche avanzara.
—¿Pero qué acaba de pasar? —pensé, todavía en shock.
—¡Buenos días, Lina! ¿Cómo te sientes? ¿Cómo sigues? —apareció Pedro frente a mí, sonriendo.
—Hola, buenos días —respondí, algo confundida. Luego recordé que la última vez que nos vimos fue el día de mi caída en la biblioteca.
—¿Curada totalmente? —preguntó.
—Totalmente —asentí.
—Oye, Lina… sé que no sonará bien, pero todavía tengo los dos boletos para el cine —dijo, sacando algo de su bolsillo. Entendí al instante: eran los boletos.
—Oh… —fue lo único que logré decir.
—Sé que Boris es tu novio, pero, como dicen por ahí, si él no te respeta, ¿por qué tendrías que hacerlo tú? —dijo Pedro, colocándome los boletos en la mano con una sonrisa medio desafiante.
Antes de que pudiera responder, un grito interrumpió todo.
—¡Linaaa! —Sonia venía corriendo hacia mí.
Pedro se fue sin dejarme decir nada.
—¡A ver, fuerte! —dijo Sonia, abrazándome.
—¿Pero cuándo llegaste? —pregunté, emocionada.
—Hace unas horas. No podía perderme este día. Sé que aprobarás ese examen —dijo con una sonrisa segura.
—¿Y cómo estás tan segura? —pregunté, riendo.
—Un presentimiento… y además, sé que tu profesor fue Boris.
—Pero… ¿Cali? —balbuceé.
—¿Quién más, si no? —dijo, guiñándome un ojo.
—No fue… —empecé, pero me interrumpió.
—No importa. ¿Buen profesor, no?
Sonreí al recordar cómo Boris me había “enseñado”. Esa sonrisa decía que sí, definitivamente sí.
Me volteé y, antes de correr hacia dentro de la escuela, solté con un suspiro:
—Es el mejor, sin duda.
Sonia pegó un gritito y me siguió corriendo detrás, gritando mi nombre para que le contara el chisme completo.