Han pasado siete días.
Mi madre todavía no puede pronunciar el nombre Boris sin que le tiemble un ojo, pero eso no ha impedido que lo vea... técnicamente.
Ahora me deja en el colegio todas las mañanas —porque, según ella, "el mundo está lleno de degenerados"—, y Boris, el degenerado número uno en su lista mental, se sienta dos filas detrás de mí en química.
En estos días, Boris y yo nos hemos vuelto... algo.
No sé qué, pero algo bonito.
En el receso comemos juntos, compartimos papas fritas, nos reímos hasta atragantarnos, y en las tardes vamos al parque. Ese lugar se volvió nuestro sitio feliz: el punto exacto entre mi rutina y la libertad.
Jugamos voleibol con los chicos que una vez me golpearon en la cabeza (karma en versión deportiva), y aunque sigo siendo la peor jugadora del planeta, Boris siempre evita que el balón me golpee la cara.
A veces lo miro sin decir nada, solo observando cómo sonríe, cómo se empuja el flequillo con la mano, cómo todo parece más liviano cuando él está cerca.
Y cuando me descubre mirándolo... sonríe. Esa sonrisa que desarma hasta mis neuronas.
Hoy me entregaron oficialmente la hoja de examen con el 9.5.
La tuve entre las manos y no pude evitar pensar en él.
"Boris va a estar tan orgulloso."
Esa tarde, estábamos en su auto, estacionados una calle antes de mi casa, como siempre.
El cielo estaba anaranjado, y el aire olía a ese tipo de calma que uno no quiere romper.
—Gracias por todo, Boris. En serio —le dije, colocando la mano en el pestillo de la puerta.
—No tienes nada que agradecerme —respondió encogiéndose de hombros.
—Claro que sí. Sin ti, nunca habría sacado eso en química...
—Lina, no tienes que—
Nuestros rostros estaban tan cerca que su voz se me mezcló con el aire.
—Tengo algo para ti —susurró.
Fruncí el ceño, intrigada, y él sacó una pequeña bolsita de la guantera. Me la extendió con una sonrisa que prometía caos.
—¿Qué es esto?
—Un regalo por ese nueve —dijo.
Abrí la bolsita y una risita se me escapó: una mini cabeza de osito lila con manchas blancas asomaba entre el papel. Lo saqué. Era una pequeña osita con mi nombre bordado en la barriga. Pequeña, pero enormemente adorable.
—Aprieta tu nombre —dijo él.
Lo hice... y una vocecita grabada empezó a sonar:
"Lina, mi osita de felpa de 9.5."
No pude evitar reírme. De esas risas que se mezclan con un nudo en el pecho.
—Gracias —susurré, guardándola de nuevo con cuidado y abrazándolo con fuerza.
—Espero que te haya gustado —respondió, devolviéndome el abrazo.
Me separé apenas unos centímetros para decirle que sí, pero estaba tan cerca... que solo podía pensar en lo mucho que quería besarlo.
Y Boris, como si me leyera la mente, rozó sus labios con los míos.
—¿Puedo besarte aquí? —murmuró, rozando mi boca al hablar.
—Solo bésame —le dije.
Sonrió, subió la mano a mi nuca y me besó. Fue suave, cálido, con ese toque de electricidad que deja a tu corazón fuera de servicio.
Pero justo cuando el mundo se encogía en ese beso...
¡BAM!
El vidrio del carro fue golpeado con tanta fuerza que pegué un salto.
Mi madre.
Furiosa.
Gritando mi nombre con los ojos encendidos.
Tragué saliva, el corazón se me detuvo un segundo.
—Mamá... —susurré.
Iba a abrir la puerta, pero Boris me detuvo.
—Lina, tranquila...
El clic del seguro se escuchó como un disparo.
Mi madre abrió la puerta y me sacó de un tirón.
—¡Quiero que te largues! —le gritó a Boris, con la voz quebrada por la rabia.
Boris bajó del auto, intentando mantener la calma.
—Señora, por favor, déjeme explicar—
La bofetada sonó tan fuerte que el aire se volvió hielo.
—Tienes diez segundos para irte antes de que llame a la policía —dijo ella.
—Mamá, ¡por favor! —supliqué.
Pero ella ya estaba sacando el teléfono.
—Hay un joven acosando a mi hija en la calle... —dijo, dando la dirección.
La miré horrorizada.
—¡Mamá, no!
—Lina —dijo Boris, con la voz tensa—.
—Por favor, vete —le rogué, empujándolo hacia el auto con lágrimas en los ojos—. Yo arreglo esto, por favor.
Él me miró, dolido, pero asintió. Me acarició la mejilla una última vez, antes de que mi madre lo apartara con brusquedad.
Boris se subió al carro, bajó la ventana y me pasó mi bolso con la bolsita del osito y mi hoja del examen.
No dijo nada.
Solo me miró.
Y luego arrancó.
El rugido del motor se perdió calle abajo...
dejándome con el corazón en la garganta,
y la sensación de que algo, algo importante, se había roto.