Ositos de Felpa.

Capítulo 33- Chocolate, una promesa y un beso. (EDITADO)

El enorme cobertor gris cubría mis piernas, y Boris y yo estábamos recostados en la cabecera gigante de su cama, como dos personas completamente normales viendo una película de Navidad... en abril.
Sí, ni él ni yo estábamos procesando esa incoherencia. Pero había chocolate caliente, había galletas, y la pantalla era tan grande que honestamente me daba igual si salía un reno bailando samba.

Yo estaba cómoda.
Ridículamente cómoda.
Ilegalmente cómoda.

—Lina —susurró Boris, rompiendo el silencio como si fuera su deporte favorito.

—Mmm —respondí sin despegar los ojos de la pantalla.
Mis prioridades estaban clarísimas:

+ Saber si el príncipe iba a arriesgar el reino por la chica.

+ No atragantarme con una galleta.

+ No admitir que estaba totalmente derretida por el dueño de la cama gigante.

—Te tengo un regalo —dijo él.

Y ahí sí volteé tan rápido que mi cuello hizo un crack sospechoso.

En su mano había una cajita pequeña, hermosa, MUY sospechosa.

Me tomó la mano —¿por qué tan romántico, Señor Problemas?— y colocó la cajita entre mis dedos. Giró una diminuta llave y... se abrió.

Mis neuronas formaron un sindicato y renunciaron.

Dentro había ositos girando al ritmo de una melodía suave, preciosa, como si alguien hubiera embotellado la ternura y la hubiera puesto ahí para mí.
Era mágico.
Era de película.
Era tan bonito que intimidaba.

—No podía darte un carrusel común —dijo con voz baja—. Sé que te gustan los ositos. Y cuando pienso en ti siempre me sale el color lila. Es tu favorito, ¿no?

Yo estaba frita.
Completamente frita.
Mis emociones eran una sopa.

—Si apagas la luz se ve mejor —añadió.

La apagó.
Y los ositos comenzaron a brillar en tonos morados, lilas y blancos. Literalmente parecían un universo miniatura dando vueltas.

Derretida.
Completamente derretida.

—Es... perfecto —susurré.

Él sonrió. Esa sonrisa que amenaza matrimonios, corazones y estabilidad emocional.

—Es mi promesa —dijo— de que siempre podrás contar conmigo. Aunque a veces me comporte como un idiota. Tú eres mi Osita de Felpa.

Oh.
No.
Así no se juega limpio.

Las lágrimas se acumularon en mis ojos porque mis emociones decidieron hacer huelga.

Lo abracé fuerte.

—Gracias, Boris... te quiero mucho.

Me abrazó más fuerte todavía, como si quisiera pegarme al corazón.

—Te quiero, mi Lina.

Yo sonreí tan grande que casi se me salen los dientes.

Me acerqué y rocé mis labios con los suyos, suavecito. Pequeñito. Un beso tan tierno que parecía suspiro.

—Por favor... no lastimes lo que siento por ti —admití en voz bajita. Sí, lo dije. Y sí, quería esconderme en el armario después.

Él tomó mi cara y me obligó a mirarlo.

—Nunca. Si te lastimo... sería como arrancarme a mí mismo.

Ajá.
¿Alguien puede venir a recogerme?
Estoy muerta.

—Te quiero —le dije, y lo besé.

El mundo hizo mute.
Besarlo era como tener luces navideñas prendidas adentro del pecho.

Nos separamos apenas, respirando el mismo aire.

—Hay algo más —murmuró.

Sacó la llavecita del carrusel... y me la colgó al cuello. Un collar. La pequeña llave brilló sobre mi pecho.

Un latido.
Dos.
Tres.
Me iba a desmayar. Literalmente.

—Tú eres la única que puede abrir y cerrar mi corazón —susurró.

Yo no podía ni parpadear. Estaba en modo cargando... por exceso de sentimientos.

Y entonces.

TOC TOC TOC.

La voz de un chico explota detrás de la puerta:

—¿Boris? Necesito hablar contigo. Ahora.

Yo me congelé. Boris bufó como un toro elegante y sexy. Intentó darme un beso rápido...
pero al tocar mis labios decidió cambiar de plan.

Y me besó.
De verdad.

Profundo.
Lento.
De esos que te ponen el corazón a posición horizontal.

Sentí sus manos en mi cintura, cálidas, firmes, como si quisiera memorizarme. Mi espalda se arqueó sin permiso (culpa de él). Su respiración chocaba con la mía y yo estaba segura de que si alguien encendía una vela, explotábamos.

Y justo cuando me estaba derritiendo como mantequilla en microondas...

—¡BORIS! —la voz insistió, molesta—. Baja ya o entro.

Boris se separó como si lo hubieran electrocutado. Respira agitado. Apoya su frente en la mía.

—¡Voy, Brian! ¡Deja de molestar! —gruñó.

—Pues apúrate.

Boris cerró los ojos, frustrado. Me dio un beso en la frente que sabía a disculpa.

—Cinco minutos —prometió, todavía con voz ronca, lo cual NO ayudó a mi estabilidad.

Abrió la puerta y salió.

El cuarto quedó en silencio.
La película seguía.
El carrusel brillaba.

Y yo estaba preguntándome si me había olvidado de cómo se respira.




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