Ositos de Felpa.

Capitulo 45- LA LLEGADA A LA PEÑA.

Cali lloraba en mi hombro derecho y Sonia en el izquierdo. Me abrazaban tan fuerte que casi no podía respirar.

—Tienes que llamarme —sollozó Cali, limpiándose la nariz con la manga.

—Y no puedes olvidarte de nosotras —añadió Sonia, con un puchero tan exagerado que casi parecía un emoji humano.

—Chicas… saben que solo me voy por siete días, ¿verdad? No me mudo ni nada de eso —intenté sonar tranquila, pero tenía un nudo enorme en la garganta.

—¡Pero igual te vas por demasiado tiempo! —gimieron al unísono, abrazándome otra vez como si fuera una soldado y ellas mis familiares despidiéndose en una telenovela turca.

—El vuelo ya va a partir —dijo mi mamá desde atrás, con esa voz de madre que no acepta excusas. Boris estaba a su lado, y esa fue mi perdición emocional.

Me separé de mis amigas a regañadientes, prometiendo que las llamaría apenas pudiera. Caminé hacia mi novio, que abrió los brazos y yo me lancé a ellos. Me apreté contra su pecho como si tuviera velcro.

Era un poco injusto: apenas empezaba nuestro noviazgo, y ya tenía que pasar siete días sin verlo. Siete días. ¡Una eternidad en idioma adolescente!

Boris me abrazó más fuerte.

—Te extraño, y ni siquiera te has montado en ese avión —susurró en mi oído.

Ay. Mi corazón se deshizo como una galleta mojada en leche.

Yo en serio no quería llorar, lo juro. Pero sentí los ojos picarme.

—Te quiero —le dije, dándole un pequeño pico en los labios.

Mi mamá carraspeó detrás de nosotros, con la clara expresión de “¡Ni se atrevan! Estoy aquí, así que comportense”.
Nos separamos como si hubiéramos cometido un crimen.

Respiré hondo, solté a Boris y caminé hacia la puerta de embarque sin mirar atrás. Si lo hacía, probablemente me devolvía corriendo.

Entré al avión, tomé mi asiento junto a la ventanilla y apoyé la frente contra el vidrio frío. Todo el vuelo lo pasé pensando en Boris, en mis amigas, en lo mucho que iba a extrañar mi casa, mi cuarto, mi rutina… hasta la escuela extrañaba.

—Por lo menos tengo mi teléfono —murmuré, sacándolo de mi chaqueta como si fuera mi ancla emocional.

Después de casi diez horas de vuelo, llegué al aeropuerto de La Peña, la ciudad donde vivían mis abuelos.

Mi abuelo estaba en la entrada, de pie, con la misma expresión neutral con la que atendía funerales, bodas y visitas del dentista.

Cuando me vio, levantó una mano a modo de saludo.

Lo abracé fuerte. Él me dio dos palmaditas en el brazo, muy suyas, y sin decir más, caminamos al carro.

—¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó mientras arrancaba.

—Un poco largo —respondí.

Silencio absoluto.
Clásico de mi abuelo.

La hacienda se veía enorme e imponente, como siempre. Sus ventanales viejos y largos pasillos parecían observadores silenciosos de secretos que nadie contaba. Respire hondo. No había cambiado nada. Para bien… o para mal.

Tomé mi maleta y entré a la casa, sintiendo ese frío incómodo de los recuerdos que preferirías no visitar. A partir de ahí, todo fue en caída libre.

Mi abuela tenía su “rutina sagrada”, una tradición familiar que yo jamás había pedido participar:

—Levántate temprano.
—Ayúdame en la cocina.
—Limpia.
—Estudia.
—No resoples.
—No protestes.
—Y sonríe.

Así, como si fuera fácil.

Mi madre había dejado instrucciones claras: clases online obligatorias. Así que además de limpiar, cocinar y existir como si fuera 1950, también tenía que hacer tareas.

Pasé la semana entera encerrada en esa hacienda.

Literalmente.

Como una Cenicienta, pero sin príncipe, sin vestido lindo, sin fiesta, con tareas…
y con una abuela que parecía tener ojos en la nuca.

Solo me dejaban hablar con mis amigas diez minutos en la noche, antes de que el WiFi se “apagase mágicamente”.

Y con Boris…
uy.
Con Boris era peor.
Tres o cuatro mensajes cortos por día.
Una llamada vigilada como si yo fuera un narco en prisión.

Estaba al borde del colapso adolescente.
Mis nervios eran un violín a punto de romperse.

Lo único que me calmaba un poco era abrazar a esa pequeña osita en la noche, apretarla contra mi pecho… y sentir entre mis dedos la llavecita del collar que Boris me había regalado.

Mi ancla.
Mi amuleto.

Mi recuerdo de él.

Y todavía faltaban cinco días.

Cinco.

Dios.

Sálvame.




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