Harold miraba el meneo involuntario de caderas de Victoria mientras esta terminaba de limpiar la última mesa de su turno y poder volver a casa.
—Oh, señor Harold. —Llevó su mano al pecho, asustada de la puntualidad del hombre—. Creí que no vendría.
Confesó sus pensamientos, apenada.
—Yo le he prometido que le ayudaré con Emiliana y Victoria, y, por mi parte, yo siempre cumplo mis promesas.
Eso tranquilizó sus nervios, pero sus dudas aún estaban presentes. ¿En verdad le ayudaría? No debía confiar demasiado, pero algo en ella lo quería, con toda su alma quería confiar en que Harold Contreras fingiría ser su esposo y padre de su hija.
La castaña y poco menos atormentada Victoria buscaba un lugar en el estacionamiento con una sonrisa. Era sábado y el día en el que le diría a Emiliana que tendría una importante sorpresa al día siguiente. Llevaba la carta número treinta y uno, y la última, pensaba ella, que le daría a su hija con la emisión de «papá» y finalmente viviría sin más que esa mentira.
—Buen día, señora Méndez —saludó con una sonrisa hipócrita, Julia, cuando la vio entrar.
Se sabía a la perfección que Julia era más que pura pantalla, sin embargo, nadie se percataba de lo que pasaba dentro de las aulas, ya que esa mujer siempre se hacía la tonta cuando le preguntaban sobre ello.
Victoria solo asintió y desvío su mirada hacia su hija, quien la esperaba en la banca de siempre. Sonriendo feliz, se acercó a ella, pero, cuando se percató de que estaba seria y no la recibió del mismo modo, y que además parecía distraída, frunció el ceño. No se había dado vuelta para verla llegar, no había corrido a abrazarla y besarla como siempre, no le sonreía, nada.
Se dio cuenta del porqué cuando llegó a su lado.
—Mi niña, ¿qué te pasó? —Tocó levemente el aminorado morado en el ojo de su hija. La chica se quejó un poco, ya no era tan grande el dolor como lo había sido aquel día, pero sí molestaba, y había disminuido gracias a los ungüentos que Francia le había dado.
—Me caí, mamá, no es para tanto —respondió de mala manera. Victoria se cruzó de brazos ante eso.
—Oye, jovencita, no me hables así o no te daré la nueva carta de papá, ¿eh? —Cuando miró la expresión de su hija cambiar, sintió culpa, y, con todo el dolor de su pecho, trató de mostrarle una sonrisa para no quebrarse—. Llegó ayer, yo le envíe una el lunes y creí que era mi respuesta, así que la abrí. Pero resultó ser para ti. Toma, ¡te pondrá feliz!
Victoria tragó saliva cuando su hija se la arrebató con un entusiasmo tan grande que podía ver cómo sus hoyuelos parecían más hondos que como de costumbre.
—¡Él vendrá! —chilló abiertamente y abrazó a su madre cuando terminó de leer la carta que solo contenía tres renglones. Fue ahí, entre los brazos de su madre, con todas las frustraciones acumuladas por años; desasiéndose al fin de ellas, que la chica comenzó a llorar. Victoria llegó a su límite así que también lo hizo. No precisamente con el mismo sentimiento de su hija, claro estaba.
Ella lloraba por mera culpa.
—Por fin, mamá, lo voy a conocer, por fin.
—Sí, mi niña.
Entre las lágrimas agregó lo maravilloso que sería poder tenerlo frente a frente. Luego se dedicó a planear mil cosas con su madre para el siguiente día; qué ropa se pondría, incluso hasta dijo que le haría un obsequio a su padre esa tarde cuando la señorita Trina llevase a todas las chicas al aula de manualidades, para preparar las pancartas y demás cosas para el evento.
Victoria volvió a lamentarse cuando iba de camino a su auto. ¿Harold cumplirá sus palabras? Se preguntó por enésima vez antes de subir al auto. Eso de confiar en un desconocido seguía rondando su cabeza, de verdad que no sabía en qué estaba pensando cuando aceptó.
Se recargó en el volante y suspiró. Mañana era un día muy frustrante y tenía que estar preparada para cualquier cosa, buena o mala. Tenía que pensar en una excusa para Emiliana en el caso de que Harold no se presentara.
—Hola, Victoria. —La castaña se dio en la frente con el volante de un sobresalto al escuchar la voz del ojimiel cuando estuvo a punto de arrancar.
Harold estaba parado a lado de la ventana de Victoria, con una sonrisa. ¿Qué hace este hombre aquí? Se preguntó a sí misma, antes de que Harold volviera a hablar. Así como también Harold se preguntó lo mismo cuando decidió ir a esperarla fuera del internado. ¿Por qué había ido?
—Disculpe si la asusté. —Le dedicó una sonrisa tranquilizadora, la cual Victoria trató de corresponder. El hombre se aferró a lo primero que se le ocurrió—. La cosa es que, quería preguntar... ¿qué nombre le dijo que tenía su padre a su hija? Digo, para no tomarme desprevenido el que me digan, no lo sé, Carlos, Jonathan o Louis.
Se rió. Victoria también lo hizo para no sentirse excluida. A Harold le pareció que ella sonreía tan lindo que a cualquiera le daría gusto de corresponder el gesto. ¿En realidad estaba ahí solo para preguntarle aquello? Comenzó a cuestionarse todo, porque sabía que eso era mentira.
—De hecho, ni siquiera yo me acuerdo de eso. —Negó avergonzada y después se puso pensativa por un momento hasta que por fin lo recordó—. Mauro, le dije que su padre se llama Mauro. ¡Dios! Soy la peor madre del mundo.
Se recargó en su volante y bufó, sintiéndose cada vez más desesperada.
—Bueno, todos los padres les ocultan ciertos secretos a los hijos —comentó, sereno, sabiendo bien la realidad de sus palabras—. No es mala madre.
—Insisto en que debí haberle dicho la verdad a Emiliana. Ahora, ya no hay vuelta atrás, lo esperará con un entusiasmo tan grande mañana que si se rompe será lo peor de mi vida.
Hubo un silencio entre los dos en donde se sintieron más incómodos que nada. El simple hecho de estar tan cerca el uno del otro se sentía extraño, ¿qué era esa sensación? ¿Incomodidad solamente? ¿Qué era si no? Tal vez era el darse cuenta de lo tonto que era plantearse siquiera una mentira tan grande, era un absurdo trato que ya no tenía marcha de regreso.