—Hoy conocerás a mi padre, Faría —dijo, con una enorme sonrisa, la chica del vestido floreado, ese que su madre le había dado por su cumpleaños pasado. Estaba tanto emocionada como desesperada por conocer a su padre, por abrazarlo, por besar su mejilla. Llamarlo «papá» y que él la llamara «hija». Escuchar su voz por primera vez y saber qué tan gruesa era. ¿Será alto? ¿Será apuesto? ¿Tendrá el mismo color marrón de ojos que ella o de qué color serán? Se preguntaba mil cosas sobre cómo era ese hombre. En ese momento no sabía si, cuando lo viera, lloraría o se pondría a saltar de la felicidad. Quizás ambas, una después de la otra.
—Sigo pensando que tú y tu madre son unas estúpidas mentirosas, tu padre no existe, Emiliana, acéptalo, por favor. Seguro que tu madre te ha tenido engañada, o quizás tú también quieras hacernos creer a todas que tu padre es alguien importante, cuando no lo es. Nadie te quiere, eres fea y tonta.
A Emiliana no le importaron ni una de las inmaduras palabras de Faría y se dedicó a seguir ayudando a Olga a acomodar las sillas faltantes en donde los padres de las internadas se sentarían para la ceremonia. Hoy nada, absolutamente nada, le apañaría su felicidad. Lo daba por sentado.
Victoria se maquilló como hacía mucho tiempo no lo hacía. Puso delineador en el contorno de sus marrones ojos, máscara en sus largas pestañas, incluso usó brillo labial rosado, tal como Lottie le había enseñado años atrás. Se soltó el cabello y después juntó la mitad de arriba de este para hacerse una coleta y dejarse la otra suelta. Se veía tan linda y segura de sí, tan calmada, una mujer a la que nada le atormentaba. Qué bueno sería serlo, se dijo y luego suspiró.
Se puso una blusa color perla que solo mostraba la entrada de su escote y tenía unas pequeñas mangas en sus hombros. Unos vaqueros poco gastados y un par de tacones bajos que habían sido un regalo de la mismísima Lottie.
—Bueno, es hora, Victoria —se dijo a sí misma frente al espejo de su habitación—. Si algo sale mal, Emiliana te odiará, así que esperemos que eso no suceda. Aunque sea descabellado, hay que confiar en Harold.
Inspiró profundo, tomó su bolso, se dio la media vuelta y se dirigió a la puerta para salir por fin. Subió a su auto y sin pensarlo dos veces arrancó.
Una vez en el estacionamiento del internado, le volvieron los nervios. ¿Por qué había empezado con esto desde un principio? «¡Tonta, insensata!», se repetía. ¿Por qué tuvo que conocer a Harold o por qué él se ofreció así nada más?
—¡Hola, mamá! —Emiliana besó su mejilla mientras la abrazaba con fuerza—. ¿Sabes a qué horas llegará?
—No estoy segura, cariño, pero él sabe que debe llegar temprano.
Eran las ocho con cuarenta y cinco minutos, la ceremonia comenzaría a las nueve en punto. Harold debía de estar ahí en menos de quince minutos o Victoria explotaría de nervios y angustia por lo que le diría a su hija después, por cómo desaparecería la desilusión que le provocaría si él no se presentaba.
Harold se miró al espejo. «Me veo ridículo», pensó, «quizás no deba, es inhumano». No le gustaba mentir, eso era cierto, pero quería ayudar y... ¿Para qué si ni la conocía? ¿Para qué si ni le importaba la vida de los demás? Era solitario, no hablaba más que con sus empleados y si acaso con su hermana una vez al año, nadie más. ¿Cómo era que, de un momento a otro, iba a fingir ser el padre de una chica que ni siquiera conocía? ¿Ahora cómo se salía del lío? ¿Huyendo? Quizás podría funcionar, pero, ¿qué pasaría con las ilusiones de esa niña? Y, ¿por qué le importaban? Tal vez porque se sentía un poco identificado. O porque al menos él sí sintió lo que era vivir con su padre, tenerlo y que le dijera que le amaba. No recordaba la última vez que había hecho algo fuera de su zona de confort, quizás y hacían unos quince o dieciséis años que ni se molestaba en salir de la monótona existencia. Y esta, era una manera muy extraña de recordarse a sí mismo que podía hacer cosas distintas, pero que era demasiado tema en su cabeza cuando lo estaba haciendo. Tomó las llaves de su auto y se decidió, saliendo de la habitación del hotel, no podía cometer una locura tan grande, cualquiera, menos esa.
—Les damos las gracias por estar aquí hoy —habló Beatríz, la directora del internado, por el micrófono—. Como cada año, hoy celebramos a los padres de las internadas, nuestras queridas alumnas quienes les tienen preparadas muchas sorpresas. Así que vayan tomando asiento, pónganse cómodos.
Victoria se removía en una de las sillas mientras observaba cómo Emiliana sonreía mirando hacia la puerta principal en espera de ver a su padre. Se veía que el entusiasmo le brotaba por los poros y eso la hizo tragar saliva.
—¿Cómo es él, mamá? —preguntó repentinamente la chiquilla.
—¿Quién?
—Mi padre, mamá. —Se rio—. ¿Cómo es él?
Victoria comenzó a recordar a Harold, ese hombre. Sí, pensó, tenía que describirle a ese hombre, no había de otra.
—Bueno, pues él es alto, muy apuesto, te lo aseguro, mi niña. —Sintió algo extraño en su estómago y se rió nerviosa, para ella era raro apreciar en voz alta a un hombre—. Tiene los ojos color miel, le brillan con el sol, son tan preciosos. Su cabello negro, es moreno, pero no demasiado. Muy, pero muy carismático.
Sin darse cuenta, cerró los ojos para recordar con más detalle a aquel tipo.
—Perfectos dientes. Sonrisa encantadora.
Suspiró involuntariamente.
—Aww, mamá, sí que estás muy enamorada —dijo la chiquilla burlona—. Espero que, cuando llegue, te dé un beso de amor. Eso sería tan tierno.
Victoria abrió los ojos de golpe, todo se le materializó en el pensamiento. ¿Besar a Harold? ¿En serio? ¿Por qué se lo había imaginado todo? Sus mejillas tomaron color. Eso sería inapropiado e innecesario si el hombre solamente iba a fingir que era padre de su hija un par de horas y después se iba a ir. Ni pensarlo.