Se escucharon varios suspiros, incluso el que sonó por el micrófono, que provenía de Beatríz. Los papás de las otras chicas gruñeron e hicieron mala cara. Pero predominaba la conmoción en ese momento. Era un maravilloso momento.
—Papá. —Emiliana fingió toser mientras le hablaba—. Debes ir por tu premio.
Victoria y Harold aún se estaban besando. Pero al escuchar a Emiliana rompieron el beso, lenta y agitadamente. Se miraron a los ojos, ambos sorprendidos de lo que había pasado. Harold, para mantenerse al margen, la abrazó por última vez antes de besar su mejilla y subir por su premio. Victoria se quedó petrificada, sentía que su pecho explotaría, que su sangre se quemaría. ¡Dios mío! Sus labios habían tocado los de Harold y apenas si se podía quedar en pie para asimilarlo. Eso y que, de algún modo, lo había disfrutado.
—Mamá, estás roja. —Su hija tocó sus mejillas calientes mientras reía de la emoción.
¡Se había besado con un desconocido! ¿Cómo no iba a estar roja de la pena?
—Muchas gracias por el obsequio, hija. Es perfecto —dijo el hombre en el micrófono. Emiliana le había hecho un marco para fotografías que tenía como título: «Te amo, Papá», y había pegado estampillas de corazones y diamantina dorada.
Cuando caminaba de regreso con Victoria y Emiliana, Faría lo interceptó.
—¿De verdad es el papá de Emiliana? —preguntó la chica. Harold asintió con educación, sonriendo en el acto—. ¿En serio estuvo en el ejército? ¿De qué regimiento es? ¿Tiene algún cargo importante? ¿Desde cuándo está allí? ¿Cómo es...?
Lo empezó a atacar con decenas de preguntas que él no sabía ni cómo responder, así que el hombre agradeció al cielo cuando Emiliana se acercó.
—Ya, Faría. Ya lo conociste y sabes lo que querías. Que existe y que es mi padre. Ahora ve con el tuyo que de él soy yo quien debe disfrutar de su compañía. —Se sentía tan bien dejar a Faría callada y sorprendía.
Tomó a su padre del antebrazo y lo llevó con su madre.
—No puedo creer que estés aquí. —Emiliana lo abrazó nuevamente—. Mamá tenía razón, eres muy apuesto.
—¿En serio, mamá te dijo eso? —preguntó con una sonrisa burlona y miró de soslayo a Victoria. La pobre mujer tenía hasta la nariz roja de la pena. Se veía graciosa sonrojada ante los ojos de Harold. Ella era un misterio muy bello y gracioso entonces.
—Sí. —Sonrió la chica.
Victoria estaba de piedra. Harold estaba haciendo bien su papel, aceptó la morena y se mordió los labios, recordando que hasta en eso fingía muy bien.
—Caray, no puedo esperar un minuto más, quiero recuperar los quince años que no estuvimos juntos, papá. —Lo abrazó de nuevo y después se separó abruptamente para añadir—: ¿Sabes? Es mejor que empecemos ahora mismo —Harold no comprendió lo que Emiliana decía, y lo que dijo después lo dejó petrificado—. Iré por mis maletas y me despediré de Beatríz, los veo en un rato. ¡Qué emoción!
La chiquilla salió corriendo lejos de ellos hacia su habitación.
—¿Maletas? —Harold miró a Victoria. Esta parecía que se iba a desmayar, se tocaba la frente por la presión que se acumuló entre sus nuevos problemas inesperados. Comenzó a llorar silenciosamente e, instintivamente, Harold la abrazó. ¿Cómo pudo olvidar ese grandísimo detalle?
—Discúlpeme, Harold —susurró apenada—. Con tanta cosa que llevo en la cabeza, me olvidé de que hoy empiezan sus vacaciones, de verdad lo lamento. Oh, por Dios, no debió ayudarme, de verdad que no debió. Este es un grandísimo problema, ¿y ahora qué vamos...?
La sorpresa no podía ser más grande. ¿Pero qué diablos? Harold la besaba de nuevo. Esta vez él lo hizo por gusto, se lo admitió a sus adentros, porque quería comprobar si el sabor a cerezas que había percibido seguía ahí, y además quería que Victoria dejara de habla. No quería seguir escuchándola quejarse y realmente quería tocar sus labios de nuevo. Obviamente, no se lo iba a decir a ella.
—Vamos. —Se separaron al escuchar a Emiliana—. Ya me despedí de Olga y de Beatríz. ¿Nos vamos a casa?
—¿No te despediste de tus amigas? —preguntó Harold, aclarando su garganta, disimulando los nervios por la situación.
Emiliana suspiró.
—Papá, yo no tengo amigas.
—¿Y la chica que...?
—No —lo interrumpió—. Ella solo... Bueno, olvídalo, vamos que tengo unas ganas enormes de comer algo preparado por mamá y no por Doris la cocinera. ¡Iug!
Hizo un gesto de asco, haciendo sonreír al hombre.
—Entonces vamos a casa. Yo también muero por probar la comida de mamá. —Harold miró a Victoria, la cual se puso más roja que antes y no solo de nervios, sino también de la desesperación, ¿ahora qué iba a hacer? La situación estaba en picada a ser un desastre en segundos.
Harold había empacado todo y lo había dejado en su auto, pues cuando acabara el día se iría a casa. Pero el que llegara con sus maletas y las metiera a la pequeña casa de Victoria, provocó que esta quedara más que sorprendida con ello. En cambio, Emiliana estaba sorprendida del auto de su padre y le preguntaba si lo acababa de comprar. Seguro era por la paga, pensó la chiquilla, todo la estaba asombrando.
Victoria tuvo que inventarse que debía decirle a su esposo por dónde quedaba la casa, ya que él no la recordaba, casi se trababa explicando todo eso.
—¡Por fin! —exclamó Emiliana al sentarse perezosamente en el sofá viejo de la diminuta sala de su casa—. Oh, tanto extrañaba esto.
Victoria estaba más preocupada que nada. No sabía lo que pasaría después con toda su mentira. Tampoco sabía cómo hacer para que Harold desapareciera de sus vidas para siempre y que Emiliana se creyera todo y, por si fuera poco, que no la odiara por al final.
—Tengo una idea —mencionó Harold cuando llegó a lado de Emiliana, justo después de dejar su maleta en el suelo de la sala. Él intentaba continuar con su papel porque no había de otra no quería cometer ningún error—. ¿Qué tal si yo cocino?