—¿Empacar? ¿Para qué? —preguntó Victoria al escuchar todo lo que su hija le decía con tanta emoción, una vez que llegaron a casa.
¿El rancho de Harold? ¿Ver a Kayla? ¿De qué rayos le estaba hablando?
—Sí, mamá. La yegua de papá está por dar a luz, tiene que ir y pues lo acompañaremos, ¿no es genial? —chilló y salió de la vista de ellos, dejándolos en la sala, diciendo que iba a ir por sus maletas y demás cosas.
—Oh, señ...
—Victoria —la interrumpió—. Sé que la situación se complicó un poco, pero ya deja de hablarme de usted, por Dios, se dará cuenta.
—Bueno. —Suspiró y tocó su frente. Lo miró—. Harold, esto es un problema mayor.
—Lo sé, ¿bien? Pero no te preocupes. Mira, mis empleados son muy discretos, no pasará nada, les diré que son mi mujer y mi hija. Me creerán, no les conviene preguntar nada. Todo irá bien, no habrá necesidad de desmentir esto por ahora, seguiremos con esto, ¿de acuerdo?
—Pero, Harold...
—¿Harold? —Emiliana llegó a ellos—. ¿Qué no tu nombre es Mauro?
—Ese es mi primer nombre, hija. —Supo qué hacer. Se aprovechó del hecho de no tener un segundo nombre—. Suenan horribles juntos. Por eso, la única que me dice Mauro, aunque ese nombre nunca me ha gustado, es tu madre. Así que no te vaya a parecer extraño que todos allá me digan "Señor Harold" ¿Eh?
Al ver a la chiquilla conformarse con la respuesta, respiró con alivio. Más lo fue para Victoria.
—Entonces no podemos llegar tarde, Kayla necesita a papá, mamá. Apresúrate. Debes empacar.
Victoria miró a Harold y este asintió con una sonrisa, secundando lo que Emiliana le había dicho. Prometiéndole con la mirada que todo saldría bien.
—Bueno, ya. —Suspiró, rendida y trató de sonreír—. Empacaré, ¿de acuerdo?
Miró de reojo a Harold quien le mostró todos sus dientes, ante eso ella pudo sonreír. Se giró y se fue a su habitación para preparar sus maletas. Se sintió avergonzada con la ropa que tenía y pensó que solo debía llevar lo único que no estuviera tan peor. Qué vergüenza que Harold Contreras la viera en harapos viejos, y, aunque ya le había declarado que no poseía nada elegante, no podía evitar sentirse mal. Cuando terminó de empacar, regresó a la sala. Harold y Emiliana reían de algo que él había dicho.
—Listo —dijo, tímida—. Ya está.
—Entonces, vamos —animó Harold—. Adelántate, Emiliana. Tengo que decirle algo a mamá.
—No mientas, quieres que me aleje para no verlos besarse. —Emiliana se burló de ellos mientras tomaba su maleta y se iba hacia afuera.
Victoria no podía dejar de sonrojarse, era algo nuevo para ella y no parecía querer irse de su ser. Todo lo que le estaba pasando era tan nuevo y extraño para ella.
—Todo irá bien, ¿de acuerdo? —Harold le volvió a decir mientras la miraba a los ojos—. Lo prometo. Confía en mí. ¿Sí?
Victoria se perdió en esos ojos color miel. Se sintió acalorada por todo el cuerpo. Esos ojos eran tan penetrantes que aseguraba que podrían ver más allá de ella. Podrían hacer que olvidara cómo respirar por un instante y hacerla sentir segura. Le volvió a creer.
—Lo haré, no debo, pero lo haré. —Suspiró con pesadez y le dedicó una última sonrisa, la cual el hombre correspondió al instante.
Antes de irse, Victoria fue por su auto al estacionamiento del internado para devolverlo a su casa, también quiso avisar en su empleo que se iría de vacaciones. Se tomó ese atrevimiento, ya que la señora Elina le debía algunas atrasadas y horas extra que la mujer no le había pagado hacía meses. El trabajo era algo pesado y la paga no muy buena, pero Victoria estaba allí porque no había encontrado otro que aceptara a alguien sin estudios como ella. En fin, Elina aceptó a regañadientes.
El camino hacia el rancho de Harold era largo, exactamente a dos horas de Miguel Alemán, es decir que estaba a tres horas y media de la ciudad de Hermosillo. Pero, para sorpresa de Victoria, el camino fue tan agradable que sintió que apenas habían pasado unos minutos desde que salieron de casa. A pesar de que estuvo tranquila de pensar en que todo en aquel lugar iría bien, no pudo evitar volverse a poner de nervios una vez que logró ver la enorme entrada que Harold le había señalado como la de su rancho. ¿Sería verdad que nadie preguntaría nada? ¿Sería verdad que todo iría bien?
—Y aquí es —anunció él cuando aparcó frente al portón, para poder avisar su llegada. Tomó su teléfono y llamó a uno de sus empleados—. Pablo, ya estoy aquí, ábreme.
En un par de segundos, el portón se abrió, dejando a la vista un sin fin de áreas donde se encontraban algunos animales. A lo lejos se podía ver una gran residencia. ¿Esa era la casa de Harold? Se preguntó Victoria. ¡Dios santísimo! Debía ser asquerosamente rico este hombre. Era de dos pisos y tenía un par de ventanales con largas cortinas grises.
Un hombre y su hijo detuvieron el automóvil, haciendo señas. Eran Héctor y Jacob.
—¿Qué pasó? —preguntó de inmediato Harold a Héctor.
—Kayla ya está bien, muchacho. Jacob pudo sacarle a la cría, ya que sola no podía hacerlo, todo ha salido bien, ahora Kayla descansa junto a su pequeño macho en las caballerizas.
—Me alegra escuchar eso, Héctor. —Miró hacia Jacob—. Buen trabajo, muchacho, serás bien recompensado por esto.
—¿Entonces Kayla está bien, papá? —preguntó Emiliana, curiosa. Eso provocó que tanto Héctor como Jacob buscaran con la mirada de dónde provenía la delgada voz de la chiquilla.
—¿Quién es esa? —Jacob no pudo evitarlo. Ese chico era muy curioso.
—Es mi hija Emiliana, y también viene mi mujer, Victoria, las he traído conmigo —dijo de lo más normal y tranquilo. A Victoria se le contrajo el estómago. Le sorprendía la capacidad de Harold para soltar tan fácil la mentira y parecer tan calmado.
Héctor frunció el ceño. Nunca le había conocido a ninguna mujer, recordó. Pero quizás en una aventurilla en la ciudad que se convirtió en algo más y no le dijo a nadie. Igual, él era su empleado, lo sabía. Que le confiara todo y le conociera desde chico, no cambiaba algo, igual era un simple empleado al que no le debía explicaciones, así que no preguntó nada.