El sol comenzaba a asomarse por la ventana. Qué hermoso era ver la manera en la que el sol descendía por toda la habitación, se dijo a sí mismo Harold, quien no había pegado el ojo en toda la noche, por dos razones. Una era que el sofá era tan incómodo que su columna vertebral debía parecer un perfecto arco en ese preciso momento, y lo peor era que eso dolía tan horripilante que creía que no podría levantarse, y la otra era porque se puso a pensar en todo lo que le había pasado en tan solo un día, principalmente en los dos últimos besos que le había dado a Victoria. Qué labios tan deliciosos, tan inexpertos y tan frágiles, pensó, pero al mismo tiempo se reprendió por tal pensamiento, ¿qué lo motivó a besarla? Ni él se entendía, quizás lo sabía, pero para entenderlo se hacía el tonto. También estuvo pensando en el por qué Victoria parecía ser la mujer más apesadumbrada del mundo, en el por qué tuvo que mentirle a su hija por casi toda su vida con el que su padre era un hombre casi perfecto. ¿Cuál será su verdad? No debía preguntarse tantas cosas sobre ella, pero no podía evitarlo.
Los rayos amarillentos con toques naranjas del sol alcanzaron la vista más maravillosa para los ojos de Harold: el rostro de Victoria iluminado por ellos. ¡Dios santísimo! Qué bella se miraba, aceptó. Su cuerpo resaltaba entre las sábanas. Esa mujer, a pesar de ser algo flacucha, tenía unas curvas asombrosas. Sus mejillas, sus párpados, sus labios, todo se miraba como una preciosa pintura que cualquier pintor estaría orgulloso de haber creado.
Harold sintió que su corazón iba a salir disparado en cualquier momento, y más fue así cuando, en un acto involuntario de su cuerpo, Victoria sonrió antes de abrir sus ojos y mirar a Harold.
—Buenos días —le dijo él, ahogando un alarido.
—Buenos días, ¿cómo has amanecido?
Dolorido, soñoliento, cansado, pensó en decirle, sin embargo, esa no sería su respuesta.
—De maravilla. —A pesar de todo, parte de eso era verdad—. ¿Y tú, qué tal?
—Creo que jamás había dormido tan bien. —Ambos rieron por lo gracioso que había sonado aquello con la voz soñolienta de Victoria. Luego guardaron silencio un momento antes de escuchar que alguien tocó la puerta.
—Mamá, papá, ¿puedo pasar?
¡Era Emiliana! No podía ver que Harold había dormido en el sofá, se recordó Victoria. Él se dio cuenta de sus pensamientos con solo ver su mirada preocupante, entonces le hizo señas para que le diera un lugar a su lado. Victoria, con timidez, levantó las sábanas dándole acceso a Harold para que se acostase en la cama. En un movimiento rápido, él colocó su cabeza en el cuello de Victoria y sus brazos a rededor de su cintura. Más tensa no se podría haber puesto esa mujer, más lo resintió cuando la abultada entrepierna de Harold la saludó desde el trasero. Eso no podía ser verdad.
—Sí, pasa, hija —le dijo Harold. Al abrirse la puerta, Emiliana sonrió.
—Qué hermosa escena. Se vería muy bien en una fotografía. —Hizo un pequeño marco con sus dedos y se rio—. Buenos días.
Harold le dedicó una sonrisa y le hizo señas para que se acercara. Él se incorporó y ayudó a Victoria a hacerlo también. Emiliana se metió entre ellos y los abrazó con ambos brazos.
—Oh, los quiero tanto, este lugar es tan cálido.
Cuando Victoria miró la luz iluminada en los ojos de su hija, se sintió una pésima madre de nuevo. Harold notó la conocida preocupación y, justo después de besar la mejilla de Emiliana, la miró y le dedicó una sonrisa tranquila, luego tomó su mano y se la besó.
—Eso es muy tierno, papá —dijo la chiquilla, entretenida—. Muero de hambre, ¿desayunamos?
Esa felicidad no debía quitársela nadie, recordó Victoria lo que habló con Harold la noche anterior. Sí, era totalmente cierto que le encantaba ver a su hija feliz. Pero su mentira era una bomba de tiempo que amenazaba con estallar nada más recordarse que, cuando regresaran a la ciudad, esa mentira acabaría y no sabía si bien o mal.
Victoria se cambió el camisón por un pantalón azul y una blusa blanca de mangas cortas para bajar junto a Emiliana e ir al comedor. Harold se había adelantado diciendo que él ayudaría a Gloria con el desayuno mientras ellas se cambiaban y que las esperaría para desayunar en familia, eso porque les debía una comida realizada por él, ya que el día anterior, McDonald's fue una petición de la chiquilla.
—No eres mal cocinero —apremió Emiliana, al probar el primer bocado de huevos rancheros con salsa verde que Harold había preparado—. Esto es tan delicioso, ¿verdad, mamá?
Victoria ni siquiera había probado aún la comida. No porque no lo quisiera, sino porque tenía una timidez tan grande que hasta vergüenza le daba que otra persona, que no fuera su hija, la viera comer. Y más que eso, pensaba en lo de esta mañana, en aquel bulto en su espalda que le provocó muchos escalofríos.
—Ni siquiera los has probado, mujer —dijo Harold—. Me voy a ofender si no los tocas, ¿eh? Los hice especialmente para ti y no los has ni pinchado.
—Lo siento, es que... —No había una excusa coherente, que no fuera la verdadera razón y lo sabía. Tomó un tenedor y se llevó el primer pinchazo a la boca, saboreando todo—. Oh, esto sí que está delicioso.
Harold le agradeció sonriendo y ella tuvo que corresponder para no sentirse avergonzada.
Pasaron el desayuno entre risas. Qué bien se sentía ser una familia, pensó Harold. Tenía mucho tiempo sin pasar un momento así y se sintió lleno de dicha que ahora lo estuviera pasando, aunque todo fuese una mentira, lo estaba disfrutando al máximo. Así fue que se recordó cuál había sido la razón desde un principio para aceptar el engaño.
Hermosa familia. Sí, era hermosa ahora.
—Iré a ver a Kayla, prometí a Jacob ayudar a alimentarla, ¿puedo? —Emiliana se dirigió a su madre.
—Sí, sí puedes —contestó Harold en su lugar—. Mamá y yo iremos a otra parte.
Emiliana les sonrió pícara y se alejó en busca de Jacob para que la llevase a las caballerizas.