Otra manera de mirarte (en Fisico)

CAPÍTULO 14

—Espera un momento, me da miedo —dijo Emiliana y después se rio nerviosa—. ¿Seguro que no le hago daño?

—Claro que no, Kayla ya ha sanado por completo, puedes montarla —le aseguró Harold y Jacob le dio la razón.

—¿Es seguro? —Victoria estaba con los nervios de punta mucho más que cualquiera. Estaba más que claro que no le era muy divertido ver a su hija montada en la yegua, a punto de ir a dar un paseo en ella.

—Amor, por supuesto, además, iremos con ella —prometió él, sorprendiéndola—. Héctor, prepara a Gil y a Lance.

—¿Gil y Lance?

—Un par de caballos, Victoria. Tú subirás en Lance y yo en Gil.

—Nada de eso, apenas si sé controlar los pedales del auto, ¡ni siquiera sé andar bien en bicicleta! —Todos los presentes rieron—. No iré, mejor me quedo esperando a que vuelvan, creo que Hunter es menos peligroso, él me hará compañía.

—Mamá, por favor —suplicó su hija—. Si quieres, puedes ir con papá, digo, así no te dará miedo.

Victoria en seguida se sonrojó. Y es que, de lo sucedido hacía tres noches, cada cercanía con Harold la hacía arder de temperatura, recordando aquello y, aunque ella frenó antes de que las manos de él se acercaran más a donde no debían, y lo había abofeteado indignada e ignorado su confección, esa noche había algo raro en el ambiente de la habitación, algo referente a los dos. Su corazón había estado descontrolado toda la noche, ni siquiera durmió pensando en lo que le pasaba, en el porqué ese hombre continuaba besándola en privado cuando no había necesidad, en por qué ella deseaba que él la besase a pesar de eso, en por qué sentía alteración en zonas que no debía cuando aquello pasaba. Pensaba mucho en por qué le había confesado que no fingía amarla cuando ella sabía que él no la amaba, apenas se habían conocido. ¿Por qué aseguraba que quería ser en realidad su esposo? ¿Costumbre? No, apenas llevaban pocos días juntos como para acostumbrarse a su presencia, y a pesar de que para ella habían sido geniales, no creía que él pensara lo mismo. Ella no era divertida. ¿Qué de bueno tenía cómo para provocar en Harold aquel deseo de amarla? Victoria se menospreciaba tanto que no creía ni siquiera que un hombre, sea quien fuere, se le acercase, ni para saludar.

Aquella noche había decidido dormir en el sofá. Preparó una almohada y se hizo de una sábana para estar cómoda. No obstante, por la mañana había amanecido durmiendo a su lado, él la había pasado a la cama, una vez que se había quedado dormida.

Por otro lado, Harold se sentía feliz y seguro de lo que había dicho. Hacía demasiado tiempo que no se sentía así. Se estaba enamorando de la idea de ser familia, lo prometía, se estaba enamorado de la idea de que Emiliana realmente fuera su hija, ¿cómo no hacerlo? Esa chiquilla le recordaba su infancia y adolescencia, las vivencias con su madre y su padre, sus días felices. Se sentía en esa hermosa familia con ellas, la que recordaba y no sabía cuánto extrañaba. Y lo que era más grande, se estaba enamorando de la idea de en realidad ser esposo de Victoria, le había jurado que no fingía y, aunque ella no le creyó, estaba realmente seguro, y por fin se aceptaba, que se estaba enamorando real y profundamente de Victoria.

Su personalidad tan chapada a la antigua, sus intentos por sonar dura que lo hacían reír, incluso cuando la sentía erizarse. Sí, lo sentía, era inevitable. Le gustaba eso porque se notaba que esa mujer no entendía lo que le pasaba, era tan inocente y pura de piel que la pregunta millonaria reinaba en su cabeza, ¿tendría que ver todo con Emiliana y todo su pasado?

—Sí, señora Victoria —intervino Jacob—. Y, si lo desea y mi da permiso, por su tranquilidad, yo acompaño a la señorita Emiliana.

Héctor habría hablado, reprendiendo a su hijo por el ofrecimiento tan imprudente de su parte, si no fuera porque Harold y, la muy apenas convencida, Victoria habían aceptado.

—Bien, Pablo, solo trae a Gil. —El hombre asintió y fue en busca del equino.

Victoria cerró los ojos, inspiró profundo y recordó la palabra que Lottie le repetía hasta el cansancio: «No seas anticuada y, muy importante, no tengas miedo» Eso implicaba divertirse, ¿no? Eso implicaba ser aventurera, hacer cosas fuera de su zona de confort. ¡Olvidar la rutina, por todos los cielos! Debía hacerlo por ella y su felicidad, ¿no? Lottie lo decía siempre.

—¿Estás lista? —le preguntó su falso esposo, ella asintió sonriendo, enrojeciéndose al instante, no podía evitar pensar en sus palabras y en por qué provocaba tantas cosas en ella. ¿Qué tenía ese hombre que alteraba todo su ser incluso desde que lo había conocido? ¿Encanto natural, o lo hacía a propósito solo para que ella sintiera eso?

Victoria temblaba de miedo, su piel estaba erizada, ¿cómo no iba a estarlo? Estaba montada en Gil con su falso marido abrazándola por la cintura, a punto de ir a quién sabe dónde, porque no les había informado dónde irían, ¿será al lago? No, no podía ser allí, él había dicho que era un lugar secreto; su lugar feliz, que no se lo había nunca mostrado a nadie. A nadie excepto a ella. Además de que para ella ya era prohibido aquel sitio y no planeaba regresar. Ese acontecimiento tuvo que haber sido por las aguas, quería creer. Ah, qué Victoria tan ingenua.

—Jacob, iremos al huerto de manzanas, tengan cuidado, por favor. —El chico asintió y su mirada tomó enfoque hacia el lugar que su jefe había mencionado.

—¿Tienes huertos? —se atrevió a formular Victoria.

—Sí, de manzanas, uvas y naranjas, también tengo lotes donde hay hortalizas, tengo más trabajadores por allá, son unas cuantas hectáreas.

—Creí que solo era el rancho —comentó, sorprendida.

—Es aparte, está a unos cuantos kilómetros, pero ambos son míos, herencia de Sergio Contreras, Victoria. Toda «La Chula», que cuenta con el rancho y el campo, es mía —finalizó, y después hizo que Gil comenzara a trotar.

Victoria se quedó pensativa. ¡En serio debía ser asquerosamente rico! Ahora se sentía avergonzada, se estaba aprovechando de la hospitalidad de un hombre adinerado. Comenzó a sentirse arrepentida de haber aceptado aquel vestido azul tan caro que Harold le había comprado. Aunque él le decía que no había problema, ella ahora estaba frustrada. Qué tonta, por un momento había pensado que, aquella tarjeta solo había sido el lugar donde Harold había escrito su número y no una tarjeta real.




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