Harold había llegado a su destino. Por alguna razón estaba nervioso, ¿cómo no estarlo? Tras la puerta que estaba a punto de tocar estaban los padres de la mujer que estaba amando. Era como conocer a sus casi suegros, o peor, no lo sabía, aunque estaba seguro de que la situación no era ni parecida. Los nervios también los asociaba con el recordar a Victoria decir las palabras «Te quiero». La mañana entera se había planteado posibles errores o confusiones por las que ella había soltado aquellas palabras. Quizás creía que era alguien más, estaba soñando. O estar en los brazos de un hombre le traía recuerdos.
Negó con la cabeza, despabilándose. Levantó su mano hacia el timbre, pero sus intenciones de tocarlo se anularon cuando la puerta se abrió, dejando ver a una mujer anciana con una bolsa de basura en la mano.
—¿Puedo ayudarlo? —inquirió la mujer, sonriente. Sí, había llegado al lugar correcto, porque, si ella era su madre, ya veía de dónde había sacado Victoria la actitud tan educada y agradable.
Él asintió devolviéndole el gesto.
—Buen día, perdone, ¿es la casa de Víctor y Francisca Méndez? —La mujer asintió con el entrecejo fruncido. Con el gesto, Harold recordó a Victoria, era un gesto que al parecer las igualaba.
—Soy Francisca, ¿usted quién es y qué se le ofrece?
Francisca tiró la basura en un gran bote, y, con curiosidad, invitó al hombre a pasar.
Harold entró a la casa, confundido y preocupado, y se preguntó si dentro estaría Víctor, pero la señora se adelantó a decirle que, si lo buscaba específicamente a él, había que esperar hasta más tarde, porque el hombre se había ido a trabajar.
Lo hizo sentarse en su sofá viejo y le ofreció un café, del cual Harold negó amablemente.
—Ahora dígame, ¿qué sucede? —Harold temía, temía de la reacción que la mujer tuviera al hablarle de su hija, de las cosas que se enteraría, temía que la mujer no lo quisiera escuchar y lo echara de la casa nada más mencionar a la mujer que amaba y se encontraba en su casa.
—Mi nombre es Harold y vengo a hablar con ustedes de Victoria, su hija —soltó sin anestesia, arriesgándolo todo por aquella bella morena que adoraba besar. Francisca cubrió su boca sorprendida. Ella va a llorar, pensó Harold, lo hará.
—Deje allí, señora Victoria, ese es nuestro trabajo. —Gloria comenzó a reír, a pesar de aguantarse.
Victoria estaba aseando las habitaciones, evidentemente no estaba acostumbrada a no hacer nada. Se sentía con la obligación de hacerlo, pues no era su casa y, cualquier desastre que hubiera, debía ser arreglado por ella misma.
Nunca en su vida había tenido sirvienta, no le gustaba tener que depender de ellas para que su hogar estuviera limpio, y aunque ese no lo era, ella no deseaba mucho que otra persona se hiciera cargo de sus desastres. Creía que era innecesario tener sirvientes si podía hacerlo ella misma.
—Solo déjame ayudar —le pidió—. Me siento inútil si no hago algo de limpieza, es como si me aprovechara de ti.
Gloria negó riendo a carcajadas.
—Señora, su esposo me paga, y yo hago esto con todo gusto. No se está aprovechando. Así que mejor deje eso que yo lo terminaré por usted. —Victoria le devolvió los utensilios de los que se había hecho y salió de la habitación, ¿qué más hacer? Sin Harold allí se sentía extraña. Y sí, lo extrañaba, ¿de qué iba a negarlo? Quería tenerlo cerca ahora mismo. Ya estaba hartándose de negarse a sí misma que ese hombre despertaba en ella un raro sentimiento, en el que todo su cuerpo se eriza y su corazón late de una manera incontrolable y dolorosa. ¿Se estaba enamorando? Si no, maldita sea que se estaba mintiendo, porque sí, eso definitivamente parecía amor.
—¿Dónde está? —La mujer no había hablado hasta ese instante, había llorado y reído, Harold no lo comprendía, pero era obvio, no verla desde hacía diecisiete años, tenía que extrañarla.
—En mi casa, es mi esposa. —La mujer lo miró al instante, después le dedicó una sonrisa.
—¿Su esposo? —El hombre asintió, devolviendo la sonrisa. La mujer cambió su expresión repentinamente, se miraba preocupada—. ¿Y mi nieto? ¿Nació?
Harold no comprendía lo que pasaba, hablaba de Emiliana, eso era obvio, pero, ¿por qué dudaba si estaba en presencia o no había llegado a este mundo?
—Fue una niña —le informó, seguro—. Está por cumplir dieciséis años.
Francisca suspiró de alivio. ¿Cuál era el maldito secreto? Pensaba Harold, debía saberlo ¡cuanto antes!
—Señora, yo quisiera saber si usted y su esposo me harían el honor de ser invitados en mi casa unos días, para la fiesta de Emiliana, es en un par de semanas, ella muere por conocerlos y Victoria los extraña, me lo ha dicho siempre, todos estos... años. —La mentira lo ahogaba de repente, igual sabía que tenía que hacer lo que fuera si quería saber toda la verdad.
—Emiliana —suspiró el nombre, Francisca estaba feliz ahora, más que eso, entusiasmada por conocer a su nieta—. Tendría que preguntarle a Víctor.
—¿Preguntarme qué, mujer? —Harold giró la cabeza al lugar de donde provenía esa voz tan áspera—. ¿Quién es usted y qué hace en mi casa?
El hombre más joven se levantó del sofá y extendió su mano hacia el hombre mayor que denotaba una actitud solemne y alarmante. Sí, le dio algo de miedo que incluso su voz perdió el audio al presentarse con él.
—Mi nombre es Harold Contreras Leal, señor Méndez, soy esposo de su hija Victoria. —Víctor no lo saludó e hizo mala cara. Se preguntó Harold la razón de esa actitud, por un momento sintió que ese hombre le mataría con la mirada.
—Esa ramera inculta no debe ser mencionada nunca más, por lo menos, no en mi presencia. Así que le sugiero que salga de mi casa, señor Contreras. —Harold se quedó inmóvil. ¿Así que era eso? ¿Victoria había deshonrado? ¿Por eso la lejanía? ¿Qué habrá pasado con el verdadero padre de la chiquilla entonces?
—¡Víctor, no hables así de tu hija! —Lo reprendió Francisca—. ¡Ya es suficiente con todo esto!