La noche se estaba empezando a notar. Héctor y Jacob se habían ido temprano, pues tenían asuntos familiares que atender al otro lado del rancho, donde estaba la abuela paterna de Jacob, y las caballerizas estaban limpias y solas. Kayla estaba al lado de Hunter, el pequeño macho ya se había dormido, pero ella estaba tan despierta como él mismo. Harold había salido de la casa he ido directamente con ella. Porque ella era un recuerdo de su madre. La yegua le había pertenecido a su madre y la protegía como a nada porque creía que, tener a Kayla, verla, era como recordar aquellos tiempos, en donde Heather Leal de Contreras aún estaba presente, llena de amor, llena de vida.
—Hola, pequeña. —La yegua enseguida alzó la cabeza y lo miró acercarse, en espera de sentir cómo la acariciaba de su cuello. Cosa que siempre hacía, Kayla ya estaba acostumbrada—. Hace tiempo que no vengo a verte. Espero no estés molesta conmigo, aunque bueno, has tenido una excelente compañía. ¿Te agrada Emiliana, cierto?
La yegua respondió un extraño asentimiento, del cual hizo sonreír a su dueño. Por supuesto que el animal estaba contento por la presencia de esa chiquilla, porque ella le daba cariño, porque no había día que ella no fuera a decirle lo mucho que le agradaba, el cuánto amaba a su padre y a su madre. El cómo le encantaban estos días en familia y quería que no terminaran nunca.
—A mí también, me agrada, es muy linda, tierna y educada, tal como su madre, ambas son muy hermosas. ¿Sabes? Aunque las acabo de conocer, se han convertido en lo que más amo. ¿Recuerdas cuando mamá estaba? ¿Recuerdas cómo sonreía cada vez que ella te hacía cariños? —Él sabía que no le iba a responder, él sabía que estaba hablando solo, pero también sabía que Kayla recordaba y extrañaba a su madre—. Yo también la extraño, Kayla. Cada día, nunca falta el que piense en ella. En cómo era antes de enfermarse y como luchaba por sentirse mejor.
Heather, había fallecido hacía poco más de trece años, un día había enfermado de fiebre y nadie supo el porqué, los doctores no encontraron qué era exactamente lo que tenía y que cinco días después había fallecido. Sergio se deprimió, no comía, dejó a lado los deberes del rancho y el campo, se olvidó de Harold, hasta de sí mismo. Harold le había dicho a Emiliana que había muerto cinco años atrás para que encajara con todo el invento. Incluso esa era una mentira que hasta él quería hacerse creer. Algo que no soportaba recordar, porque su padre solo había pensado en su dolor y no se quiso dar cuenta que su hijo también sufría, que también lloraba por las noches hasta quedarse dormido. Que dolía demasiado haber perdido a su madre. Sergio fue egoísta, solo pensó en él mismo y no en que aún tenía razones para vivir. Que aún quedaba su hijo, una parte también de Heather que lo amaba y lo necesitaba.
—Harold. —Víctor había llegado al momento de la última parte y se había sentido aún peor—. Creo que te debo una disculpa. Lo que dije...
—No, Víctor, discúlpeme usted. Yo no debí hablarle de esa manera. —Dejó de acariciar a Kayla y lo miró—. Creo que debo comprender que debe de estar molesto por el pasado. Sé que debí hacer las cosas bien desde un principio y hablar con usted, decirle lo que siento por su hija.
Cómo le habría gustado que todo fuera verdad. Que él hubiese conocido a Victoria antes, no importaba de qué manera: si tirando sus libros o simplemente una mirada casual por la calle, pero quería ser él el que debió haber llegado antes que el padre biológico de Emiliana, y ser él el que la enamoró primero, desde el principio, el que la embarazó, aquel que sí se hubiese quedado desde el momento en el que se enteró de que en su vientre crecía su criatura, su sangre, su hija.
—¿Qué te atormenta, Victoria? —A pesar de los años, a pesar de que ella se miraba totalmente distinta, seguía conociéndola, seguía dándose cuenta de que algo pasaba. Sus expresiones, sus tembleques de nervios, algo había en su mirada que la hacía pensar que algo andaba mal.
—Nada, estoy bien. Es solo que estoy aún sorprendida de que estés aquí, que estén ambos aquí —mintió, jugando con sus manos para evitar verla a los ojos.
Por supuesto que estaba atormentada. Aún tenía que hablar con su padre, saber qué pensaba. Saber si aún la odiaba, porque por alguna razón había aceptado ir. Quizás para decirle en su cara lo mismo de hacía años; que era la deshonra de la familia, que la odiaba y que se olvidara de ellos. Tenía miedo, pero sabía que debía enfrentarlo, tal como a aquel miedo a las caricias nuevas que planeaba perder esa misma noche, cuando Harold y ella estuvieran en la habitación. Perder miedos que ya no debían perturbarla a este punto, porque ya no tenían sentido.
—Te he extrañado demasiado —confesó su madre. Victoria agradeció que dijera eso, pues no quería que siguiera preguntando sobre el tema, porque sabía que, si insistía, terminaría soltándole toda la verdad y eso no era bueno.
—Creí que me odiaban. —Tragó saliva—. El día que me echaron de casa, papá me lo dejó bien en claro.
Francisca negó con la cabeza y tomó una mano de su hija, haciendo que ella la mirara.
—Las cosas que dijo, no fueron porque quería decirlas. Él te ama tanto como yo lo hago, solo necesitamos hablar de todo, del pasado, de Harold, de Emiliana. Por favor, mi niña, juro comprenderte.
Francisca casi se arrodillaba, implorando perdón. De no ser por Victoria, quien la tranquilizó con la mirada; le sonrió y le dijo:
—Hablaremos de esto en otro momento, mamá. Lo prometo.
A la mujer mayor no le gustó esa respuesta, ella quería saberlo todo de una vez. Quería entender el cómo su hija se hizo mujer tan pronto, de cómo tomó esa decisión que aún no era tiempo de tomar, de cómo fue que jamás se dieron cuenta de nada.
Pero con la duda se quedaría un rato más, lo aceptó. Ambas se dirigieron a la cocina, Francisca había decidido que ayudarían a Gloria con la cena cuando se dio cuenta de que Victoria no cedería. Respetaría si decisión, sería paciente.