Las campanillas del despertador hacen tiritar el silencio con su ruidosa persistencia. La mano pesada del joven le cae encima callando su bullicio. Las luces de la mañana, bañadas de matices primaverales, entraban por la ventana dotándola de una tenue calidez. Una delicada brisa mecía las cortinas y se escurría en el interior con su frescura y profunda fragancia. Aun así, el nuevo día no logra conmover a Darion todavía rendido en el hechizo del sueño. Eran las 7 de la mañana, pero despreció tal decreto con un quejido de fastidio. Giró entre las sábanas y volvió a dormirse, indiferente al mundo en aquel pequeño espacio solo suyo, un reflejo exacto de sí mismo, de sus dieciocho años prontos a cumplirse, un caos donde solo él comprendía la relación entre el suelo y el techo. No existía cajón ni perchero que pudiera con su genio, ni reproche que pudiera enderezarlo.
Cuando volvió a despertarse ya se había hecho muy tarde. Veinte para las 8 y la prisa le hizo resolverse con atropello. Se despegó de la cama acrobáticamente y se vistió dando traspiés ordenando sobre sí su ropa finamente ubicada donde el azar del descuido les dejara, allí donde cayeran el día anterior. Sus pantalones maltratados contra un rincón y sus zapatos huérfanos el uno del otro, lanzados cuan balones de fútbol contra una portería sin red. Su camisa decoraba la lámpara y en su trayectoria había despegado uno de los tantos carteles que empapelaban casi toda la habitación. Grandes afiches de las bandas heavy metal de las que era predilecto. Los rostros cadavéricos de sus ídolos, violentos, pálidos y devorados por sus excesos, volvían el cuarto un santuario de adoración para su poco convencional gusto musical. Le dejó como estaba en su premura, ordenado entre tanto desorden y así sin demorarse en abotonar su camisa cargó su bolso sin abrir desde que terminaran las clases ayer y bajó a la cocina. Su aspecto desordenado, mal peinado, su vestuario en ruinas, escandalizó a las presentes y le hicieron de merecido repruebo.
–Muy bien el jovencito –vocifera Rosa al ver sus fachas de tardío –. Miren nada más a la hora que se levanta. Llegarás tarde a Illíchidan.
–Lo sé, lo sé –se defendió el joven –. Las sábanas me ganaron esta vez.
–Sí, como ayer y antes de ayer –se burla Jazmín sirviéndole el café –. Siéntate y desayuna.
–No tengo tiempo. Si llego tarde van a crucificarme. ¿Dónde está mi padre?
–Se ha ido a la empresa, salió temprano –le explica –. Un ejemplo que deberías seguir si quieres ser como él.
–No me fastidies, Jazmín –rezonga Darion llevando la taza a su boca, la vacía de un tirón –. Bueno, me voy. Regreso a la tarde.
–Oye, –le detiene Rosa –¿Y mi beso?
El joven se vuelve con premura. Paga el tributo a la anciana como cada día desde que era un chico.
–¿Y para mí? –le reclama Jazmín poniendo su mejilla.
–¿También tú? De acuerdo, ven aquí.
Le toma por asalto el rostro por los lados y le obsequia un beso directamente en los labios.
–¡Mocoso atrevido! –le reta la mujer alborotada, le tira un manotazo ya sin poder alcanzarlo.
–Por envidiosa te lo ganaste –le dice el joven insolente –. Nos vemos después.
–No puedo creerlo –murmura Jazmín corrigiendo la humedad en su boca –. ¿Es que no tiene límites este crío?
–Al parecer, no –exclama Rosa, tentada en carcajadas –. Solo espero que ese hocico impertinente no le meta en problemas.
Sale Darion de la casa. El día se presenta perfectamente claro, agradable, embellecido por la primavera como una novia yendo al altar, como aquel día hace ya siete años inolvidado a través de las muchas fotos de Jazmín junto a Frank contrayendo matrimonio. Ella bellamente ataviada de un largo vestido en blanco con ribetes perlados, su cabello hecho una trenza y coronada de narcisos; las rosas rojas de su ramo resaltaban contra su atuendo y se hacían una con su rostro arrobado de felicidad al lado del bien engalanado novio, impecable en negro traje de corte inglés, reflejaban la dicha de haberse entregado el uno al otro en sagrado sacramento. Y un Darion de once años entre ambos, tan elegante como su padre, la familia irradiaba la esperanza del mañana, la que inspiraba esta mañana espectáculo matutino que la urgencia le impidió apreciar. Sacó del garaje su motocicleta, una flamante Harley Davison color negro y cromo. Hace rugir su potente motor y se hace a la ciudad. Pero ninguna velocidad doblegó la rigidez del tiempo y cuando entró a su clase, los ojos severos del profesor lo recibieron hostilmente.
–Veo que el señor Smith decidió honrarnos con su presencia –bramó irónicamente el tutor. Las risitas furtivas no se hicieron esperar.
–Siento la tardanza, señor Marinelli.
–Al parecer no ha recordado nuestra plática. Dígame ¿Qué fue esta vez? ¿El tren cortando el camino? ¿Una protesta pública tal vez lo fuera?
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Editado: 06.08.2019