Dejó de verlo, allí permaneció unos minutos antes de entrar en la casa y con sus pasos contribuir a hacer más grande la distancia que los separaba en términos de tiempo y espacio. Pero ambos sabían que lo que los unía bastaba para desafiar los convencionalismos. No había nadie en casa, Peter y su madre habían salido. Sonrió. De alguna forma se había cumplido su deseo. Se encerró en su cuarto, se tendió sobre su cama fría, lista para emprender su propia lucha contra la espera. Ahora nada más podía hacer. Se lamentó de pronto haberlo dejado partir sin recordarle una vez más que lo amaba, un cosquilleo en la garganta, pero era mejor así. Nada más se le ocurriría decir cuando estuvieran juntos otra vez. Cerró los ojos y entonces la carrera comenzó. En el silencio de la habitación cayó en la hipnosis de sus propios pensamientos y se rindió al consuelo del sueño, ya a salvo, ya ausente. Paciente.
La ciudad fue mutando hacia una versión más primitiva de sí misma como si la recorriera en sentido contrario a su glamorosa evolución, sus enormes rascacielos diluirse en humildes casas, sus cuidadas calles en sinuosos caminos de tierra, hasta desgranarse completamente y difuminarse sobre los campos cultivados de trigo y cebada que se extendían hasta hacerse uno con el lejano cielo del que parecía desprenderse como un lago dorado bajo el sol de la tarde. Todo había quedado atrás, cuanto frente a él encontraba se volvía una repetición del recuerdo conservado en el espejo retrovisor. Astridtown había desaparecido en el terreno salvaje, recuperada por la naturaleza y algo de sí mismo sintió con ella también haberse esfumado. Era una suerte de liberación, tan grande dentro de sí como el mismo espacio que le rodeaba.
Había pasado una hora desde que iniciara el viaje, se detuvo a la vera de un puente para sacudirse el entumecimiento que se agolpaba en sus piernas y a lo largo de la espalda. Se sintió tan agradablemente conmovido de estar allí como para corroborar su bien tomada decisión. Estaba justo en medio de sus destinos, los problemas habían quedado tan lejos, las penas tan diminutas sobre el horizonte inadvertido, que fantaseó con la posibilidad de saltar por la salvaguarda de metal y volar como las tantas aves que dominaban el lecho de aquel río presuroso aprovechando sus recursos. El agua que corría se teñía de oro con el brillo del astro en largas franjas, eran como su cabello, lo cubrió con su mano como intentando acariciarlo. La imaginó a su lado reflejándose en el espejo cristalino, imaginó su risa y su alegría de presenciar aquel espectáculo. “Ojalá hubiera podido dejarte venir conmigo”, pensó; “Y por este puente arrojarnos y volar libres como esas aves. Solos tú y yo para siempre. ¿No crees que seríamos los seres más dichosos del mundo?”
La corriente se llevó la imagen de Lucy arrebatándola de sus mágicos pensamientos y su ausencia le hizo rechazar la misma belleza que instantes atrás admiraba. El tiempo seguía corriendo, aunque allí la voluntad de Cronos pareciera ejercerse sutil y perezosamente, le faltaba recorrer la mitad del camino y lo enfrentó con el ímpetu apremiante del deseo de regresar. El terreno comenzó a mostrar un delicado declive a medida que se acercaba a la costa hasta que de frente comenzó a producirse un fenómeno increíble y alucinante ilusión de ser la tierra saqueada por el cielo, devorada por el eterno azul como si se estuviera acercando al mismo límite del mundo. Lentamente se fueron dibujando los contornos confusos de Bridgetville contra la inmensidad del mar agazapado a su ribera como una entidad voluble y peligrosa descansando en sospechosa calma. Se sintió abrumado al verlo como la primera vez cuando era niño y descubriera real el mito del mar y su embrujo, una sensación de volverse pequeño, diminuto e indefenso y recordar el vaivén de las olas sobre la arena de la playa le devolvía un intenso pavor; el mareo y la desorientación del agua batiéndose a sus pies apenas metido hasta las rodillas le convenció de regresar y desde entonces mantener para con su belleza y encanto un respeto distante. Sonrió. Probablemente Lucy también lo haría si le hubiera confesado su recelo.
Bridgetville era una ciudad pintoresca, lo descubrió conforme se adentraba por sus calles hacia el núcleo donde se aglomeraban los atractivos principales que le hacían en el verano el eje turístico que ahora se veía opacado por la contramarea de sus ganancias. Gozaba de renombre en la temporada vacacional siendo preferida por cientos de turistas que cada año derrochaban en sus ofertas los trofeos de sus esfuerzos y desbocaban sus pasiones tras una frontera carente de prejuicios, más la llegada del invierno equilibraba la balanza de su abundancia y sufría ahora la suerte de una flor marchita y olvidada en sus raíces hasta su renacimiento y la fauna mixturada de visitantes reducida a los locales pujando por su supervivencia hasta el próximo verano. En realidad, no guardaba con Astridtown significativas diferencias en su estructura y siendo todo nuevo para sus sentidos, nada consiguió cautivarlo. La tarde era joven y no se privó de cultivar su inexperiencia recorriendo las inmediaciones del concurrido centro urbano. La gente salía de sus casas prestas a disfrutar la generosidad del día que pronto haría de envejecer y sin culpas morir como una chispa enclenque que se inmola en el mar.
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Editado: 06.08.2019