Otroba

Capitulo 3

La fiesta tan de repente cambió de matiz para la pareja. Ya sin la compañía de la familia Mcgregor, un soplo helado apagó el fragor del espíritu invasor de la feria y les sienta de pronto aburrido, insulso, y sin propósito. No había nada más que explorar, tenían todo por descubierto y experimentado cuanto allí se ofrecía, así que también optaron por dejar atrás el alborotado espacio del que ya no se creyeron parte. La noche estaba muy plácida, suave y agradable. Romántica. Dieron un rodeo en derredor de la Plaza de Mármol, a lento andar, bañados en dorado por la luz tenue de los faroles, hasta abandonar del todo su ruido y su agitación. Regresaron al auto, estacionado frente al restaurante donde almorzaran, y se hicieron al andar. La ciudad agitada retrocede, las vibraciones que en el centro turbaban los salones y calles se diluye para convertirse en su opuesto.

La tranquilidad gana la senda, detrás deja impresiones indefinidas como un sueño fugaz de luces brillantes y ánimos exaltados. El reloj marca las once de la noche y la vida recién nace en el corazón urbano, pero Frank y Amelia coinciden en alejarse de aquel tumulto de alma joven. Sin prisa deshacen el camino tomando innecesarios recorridos, haciendo el retorno extenso pero muy grato y travieso para dos. Ya todo es silencio, calles cómodas al transeúnte nocturno. Incluso ellos desaparecen, todo es ganado por la ausencia. Solo las casas ensombrecidas decoran el ambiente, por antojo tornando algo tenebrosa la escena, cómplice a sus picardías. Los desvíos enderezan sus torceduras. El automóvil se detiene. Han regresado a su hogar.

Amelia baja del vehículo y se apresura a entrar a la casa. La conclusión de aquella incursión nocturna guía su entusiasmo, como el triunfo final de aquella jornada. Sus tacones contra la vereda resuenan sobre el mutismo. No le importa que la soledad reinante descubra su aspecto desalineado, su cabello revuelto, su ropa maltratada, su blusa a medias cerrada. Su imagen danzante se pierde tras la puerta, las luces desentonan la casa de las demás. Mientras Amelia envilece el dormitorio en su espera, Frank guarda el auto en el garaje y cierra los portones silbando quedamente, con picardía, rendido al juego que por el camino habían comenzado.

Se detiene instintivamente. La sorpresa actuó sobre él antes que pudiera comprenderlo. Ve del otro lado de la calle al mismo joven de la vez anterior, esperando en las sombras del mismo lugar, observándolo y nuevamente acercándose a él. Ya un gran temor y muy justificado se apodera de Frank, incitado por el acoso de aquel muchacho desconocido que en el mismo día repitiera su accionar dos veces. Las ideas se agolpan, y por extrañas en formas no logran conformarse del todo, exaltando al desprevenido. La oscuridad concede al extraño la malicia, y a él bajo el farol de la calle frente al garaje, la víctima precisa. El joven camina rápido esta vez, directo, sin desviar la mirada, sin padecer la prudencia o duda demostrada antes. Descubre el dilema de su interceptado. Se detiene a escasos pasos.

–Hola –le dice simplemente. Su voz serena contrasta de pronto con el aspecto que Frank le había rodeado.

–¿Quién eres tú? –le pregunta, temeroso pero firme, chocante –. ¿Por qué estás siguiéndome? ¿Qué es lo que quieres de mí?

–Tranquilícese, no pienso robarle ni de usted aprovecharme –le responde el joven sonriendo –. Solo vengo a entregarle esto.

Mete su mano en el bolsillo derecho trasero de su pantalón, saca una carta doblada y ajada por la larga espera contra la tela y se la entrega.

–¿Qué es esto?

–Un mensaje para usted de alguien que conoce. Me pidió que le dijera que esto solo lo debe leer usted y no deje que nadie más lo haga. Nadie. ¿Entendió? –el joven hace un gesto con su cabeza señalando la casa –. Lo escrito aquí es solo para usted. Bien, ya cumplí con mi trabajo. Buenas noches.

La actitud de espía del muchacho causó gracia a Frank, y su reserva por algo de tan poca importancia le resultó en una broma poco cómoda. Un despropósito desagradable.

–¿Tanto misterio por una carta? ¿No era lo mismo que la tiraras por debajo de la puerta?

–Cuando la lea, lo entenderá.

El joven metió las manos en los bolsillos y se marchó silbando, tal despegándose de una pesada carga. Su enigmático empeño le valió instantes y sin más dejó a Frank con el pedazo de papel en su mano, que con tanto misterio le entregara, con la mirada fija en el extraño mensajero hasta que dobló la esquina y desapareció. Reaccionó y entonces agitó la cabeza, soltó un suspiro. Se volvió hacia la entrega. Nada en el papel revelaba su procedencia o motivo. Le ganó de pronto una sombría bufonada el desarrollo del absurdo. Metió la carta en su bolsillo y entró a la casa.

A deshoras la curiosidad al fin logró dominar. Cuando la habitación se hundió en el sosiego y las sábanas húmedas recuperaron la quietud, cuando Amelia se hubiera dormido, se deslizó lentamente y salió de ella cerrando la puerta con total sigilo. Bajó hasta la cocina y seguro de cumplir con la sugerencia que el joven le diera, se dispuso a leer la carta y sacarse la intriga que difícilmente lo dejaría dormir. Resolver la razón de aquel misterio.




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