Otroba

Capitulo 6

Pliega el periódico, resultándole ya inútil, abandonándolo a un lado de la mesa. Mientras tanto Clark enciende un cigarrillo y ordena lo acostumbrado del mismo modo que lo hiciera la vez anterior. Hasta que su pedido no estuvo frente a él no pronunció palabra alguna, pero en cambio no dejaba de observar a su cliente con rostro hermético, impenetrable, al cual Frank no sabía cómo reaccionar ni soportar con su mirada. Era el cambio de aura que mostraba con respecto al encuentro anterior lo que aparentemente atraía la atención del detective, su estado relajado, su atmósfera paciente y conformada. Lo estudiaba cuan psicólogo, tal si supiera de antemano la razón de la transformación y la comprendiera como una pintura creada sobre un falaz lienzo imaginario que él podía delatar sin temer a duda alguna. Le parecía ver a un naufrago feliz de ignorar que lo era.

–Es increíble en verdad –murmura al fin el detective, moviendo su cabeza –, lo que una mentira puede provocar en un hombre.

–¿Disculpe? –exclama Frank sin comprender, desconcertado.

–No se preocupe, no me haga caso.

El detective apaga su cigarrillo en el cenicero. Le quita al fin el filo de sus ojos, ahíto ya de penetrar sus interiores. No vuelve a proferir ganando un halo de misterio a su alrededor que Frank pronto no pudo más soportar. La situación le estaba incomodando y hubo por manifestar desencanto con su suspenso.

–¿Y bien? ¿Tiene algo para mí?

–Estoy desayunando. ¿Acaso no ve? –le responde Clark, molesto –. Recuerde que ningún sentenciado siente prisa por conocer su paredón. No le convenía abandonar su lectura que las ansias al menos combate.

El silencio siguió a su enigma. Le fue a Frank imposible replicar. Se vio superado por aquellas palabras y consternado por su significado sombrío. Mas ocultó el sinsabor de aquella bofetada capaz de descalabrar su floreciente ánimo. Comenzó a sentirse nervioso, impaciente. Se preguntó cuanto soportaría la paciencia del personaje frente a él, capaz de devorar la suya, obtuso e indolente al triunfo de su agudo parlamento.

–De acuerdo –murmura Clark terminando su café –. Ya podemos salir de aquí.

–¿Qué? ¿Por qué? –le reclama al verlo levantarse de su silla –. ¿Creí que aquí...?

–¿A usted le gusta el fútbol? –le pregunta colocándose su sombrero.

–Pues sí, me gusta. ¿Qué tiene que ver con esto?

–¿Ha jugado cuando era niño?

–Sí, claro.

–¿Y a jugado dentro de su casa?

–Algunas veces, sí.

–¿Y que ha pasado? ¿Por qué de pronto ya no jugó al fútbol dentro de su casa?

Intenta Frank reponer, mas cierra la boca al comprender. Y sintió una mano invisible que oprimió su cuello evitándole tragar. Paga su cuenta y ambos hombres salen del local. Suben al auto.

–¿Dónde prefiere que vayamos?

–Donde usted guste.

Arranca. Se aleja lo bastante para satisfacer la reserva de su pasajero. Solo algunas cuadras, donde las indiscreciones públicas no los alcanzaban. Pero suficientes para agusanar los dones de su deslumbrante amanecer. Estaciona a la sombra de su árbol frondoso y dado por centurias. La agitación había quedado atrás. Más no podía ya aguantar.

–Suficiente –estalla Frank –. ¿Cuál es la razón de esta inusual prudencia?

–Serénese –le aconseja Clark –. No es por mí esta precaución, sino por usted.

El cliente recapacita, se disculpa por increparlo. El detective asiente, comprensivo. Reconoce el enfado, pero no discute su motivo. Ya válida su condición saca tres sobres de color marrón del bolsillo interior de su sobretodo. Separa uno de ellos reservándose los demás y se lo entrega.

–Aquí está todo lo que quería saber.

Frank lo toma, lo abre. En su interior encontró una gran cantidad de fotografías, unas treinta en total, prolijamente ordenadas para secuenciar la historia que cubrían pesadamente. En ellas se revelaba lo que tanto anhelaba. Las sacó del estuche y comenzó a pasarlas una por una con lentitud. Lo que descubrió en ellas le resultó en extremo desagradable. La esfera de cristal en la que estaba metido se hizo pedazos, dejando lugar a la única verdad y a la que tanto temía. Le cuesta creer lo que ve a pesar de hacerlo, pero las fotografías no mentían. Aquellas imágenes, vibrando ahora entre sus manos, traducían la única realidad purificada de todo engaño.

–Lamento decirle que sus sospechas eran correctas –le dice llevando un cigarrillo a su boca –. Su esposa Amelia ha estado teniendo una aventura con este sujeto ¿Le conoce usted?

–Sí, lo conozco –reniega Frank con aspereza, apretando los dientes –. Es Peter Telawait, trabaja para la misma empresa que Amelia y yo. Es un desgraciado.

–Claro está de que lo es y no por esto precisamente, comprenderá usted. Pero parece que a su esposa poco le importó que lo fuera. Creo que no necesito explicarle nada más sobre lo que muestran las fotos. ¿No cree?




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