La preocupación que Frank sentía se había vuelto en su rostro una mueca pétrea imposible de remover. Siguió la conversación que Rosa proponía desde un punto externo, como oyendo los murmullos del viento sin prestarle la debida atención. Aquella sensación le había perseguido desde que despertó y aceptaba su acoso con completa sumisión. Parecía volver en súbito de aquel trance para seguir el diálogo de su compañera y responderle de una forma casi automática y en su momento sonreír con poca sinceridad. Pero bastaba el silencio entre ellos para que se perdiera de nuevo en sus abstracciones. El ambiente de la cafetería poseía el coro pleno de su naturaleza, una armonía compleja entre las voces de los clientes, la puerta que se abría a cada instante, el delgado rumor de los objetos de servicio, el resoplo de la maquina de café, todo encontraba su lugar en la bien ejecutada función. Pero nada impedía que la mente atormentada de Frank hiciera presa de sí mismo.
–Franky ¿Qué sucede? –le pregunta Rosa en tono apelmazado.
El hombre absorto nada responde. No pareció que le oyera.
–¡Franky!
–Ah, sí. ¿Qué pasa vieja? –reacciona de golpe, sobresaltado.
–¿Es que no me oías? ¿O es que te has quedado sordo?
–No, claro que no –le responde apenas riendo –. Es que me quedé pensando...
–Bastante lejos de aquí, parece. ¿Dime en qué piensas? ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
–No he podido olvidar lo que el doctor me dijo ayer –le confiesa guiando su mirada al exterior –. Todavía las escucho.
–Mucho ha dicho el doctor ayer –recalca Rosa –. ¿Cuál parte es la que te angustia?
–Cuando mencionó que el mal de Amelia fue causa de las tensiones que ha vivido. No lo sé – se frota la frente, por su cabello, buscando alivio –. No puedo sacarme la idea de que soy responsable de su enfermedad.
–Pamplinas –exclama Rosa –. No has tenido la culpa por ello. Las personas enferman, así de simple y dura es la vida.
–Tú le has oído –le reclama Frank, insistente –. Bien sabes que lo ha dicho.
–Bien recuerdo que dijo –se interpone ella –que el estado de angustia y de nervios puede contribuir con las causas de su padecimiento. Una razón posible. Nunca te echó el costal al hombro.
–Estuviste ahí cuando me acosó de tales contribuciones.
–Lo que el doctor hizo fue prevenirte, nada más. Siempre te tomas todo tan a pecho –le acusó –. Muy acertado fue para él suponer lo peor cuando admitiste las dificultades de pareja que atravesaban. ¿Pero quien se preocupa de aquella mala nuez después de un año de haberla comido?
–Ya sales con tus tonterías... –le amonestó.
–Que no las entiendas es otra cosa. ¿Cuán bien se han llevado Amelia y tú estos últimos meses? No creo que se creara el ánimo abrumado del que tanto temes haber creado.
–Cierto es que nos hemos sabido comportar todo este tiempo.
–Ya no discuten, no pelean como aquellos días primeros. Diría que se llevan mejor que antes que todo esto empezara. Salen a cenar, pasean y se divierten juntos. Nadie diría que ya no son pareja. ¿Dime donde está la angustia y los nervios que causaron su mal?
–Sí, tienes razón –admite él.
–¿Cómo has podido llegar a adulto? –bromea Rosa mirándolo con ternura maternal –. Te alarmas por todo. Vamos, deja eso a un lado. Ya escuchaste al doctor. Amelia estará bien y también el bebé. No te debes hacer mala sangre por nada.
Queda apagado, ensimismado.
–Franky, el bebé estará bien. Confía en que así será. Ahora termina tu taza y volvamos al hospital.
Libó la bebida de un sorbo, fría ya de tanto esperar. Pagó la cuenta y salieron del local. El sol ya alto en el cielo había recrudecido el clima en vez de mitigarlo tornándose gélido y agitado por una ligera brisa; más cruel inclusive al dejar la calidez apacible de la cafetería. Recorrieron a lento paso las dos cuadras que los apartaba de la clínica, por la acera atestada de gente y de algunos mercaderes callejeros que pregonaban sin cesar sus mercancías. Había de todo tipo, vendedores de café, otros de golosinas, peleando por ganar la atención de los indolentes circundantes. También ellos los ignoraron, a excepción de una joven que a metros más allá de las puertas del hospital vendía flores. Era prácticamente una niña, delgada pero llena de pujanza; cargaba un canasto salpicado de colores y formas en ramilletes de bellas especies.
–Aguarda aquí –le pidió.
La joven florista avasalló al cliente con su pregón. Tenía una vivaz forma de ofrecer su mercadería y con tanto encanto que se volvía irresistible. Le compró un ramo de margaritas, y vencido por la estrategia comercial de la vendedora, también uno de azucenas. Volvió con Rosa y entraron al hospital.
El cambio en la recepcionista fue extraordinario. Al parecer las bofetadas que sintiera con la amenaza surtieron el efecto correcto y no pareció ser la misma persona cuando Frank y su escolta se presentaron de nuevo preguntando por la paciente. Ya le habían realizado los análisis y trasladado a un cuarto común, así les indicó la vulgar mujer devenida en ejemplo de la buena predisposición.
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Editado: 06.08.2019