Owo

Capitlo 1: El telón se abre...

(Lunes 09:00)

El colectivo chirrió como una bestia herida al frenar. Antonio descendió con la mochila al hombro, cargada de libros, ropa y un par de sueños mal doblados. Alzó la vista: edificios altos, calles ajenas, un aire espeso de bocinas, voces y promesas. Promesas que olían a vértigo.

Frente a él, el portón del Instituto N.S.E.O se alzaba como un umbral solemne. Sobre el mármol claro, un lema tallado con pretensión de eternidad: “Camino, Sueños, Excelencia y Oportunidades.” El lugar donde nacían artistas. O al menos, eso decía la web.

Respiró hondo. Cruzó la entrada. El corazón le latía rápido, pero no por la emoción. Era miedo. Crudo, sin disfraz.

El hall principal parecía sacado de un sueño barroco: columnas de teatro antiguo, luces de galería moderna, ecos de pasos, risas, canciones. Jóvenes cruzaban como ráfagas: unos ensayaban coreografías, otros entonaban a capela, otros simplemente brillaban sin esfuerzo aparente. El arte estaba vivo en esas paredes. Y él no sabía si estaba invitado.

—¡ANTONIO! —gritó una voz que le devolvió el aire. Camila lo abrazó con la fuerza de quien conoce tus grietas. Pelo suelto, ropa de colores, una sonrisa que olía a casa.

—¿Estás listo para vivir el caos más hermoso de tu vida? Antonio sonrió, nervioso. —No lo sé. Siento que todos ya están brillando y yo ni aprendí a encender la luz. —Tranquilo —le dijo, tomándolo del brazo—. Acá nadie brilla sin quemarse un poquito primero.

Lo llevó por los pasillos como si lo guiara por un templo. En una esquina, se cruzaron con Rama: rulos desordenados, auriculares colgando, mirada chispeante.

—¡Camii! —saludó, y luego lo miró—. ¿Y este flaco? —Antonio, mi mejor amigo. Se viene a quedar, ¿eh? —Bienvenido a la jungla, capo. Si sabés cantar o llorar en cámara lenta, sobrevivís.

Antonio se rió por primera vez en todo el día.

(Martes, 11:39)

En el patio trasero, bajo una pérgola decorada con luces cálidas, ensayaban escenas como si el mundo dependiera de cada línea. Camila lo presentó a Rosa: mirada serena, postura de bailarina, sonrisa que no juzgaba.

—¿Sos actor? —preguntó ella. —Intento. A veces. O eso creo. —Entonces sos de los nuestros —dijo, cómplice—. Los que sienten demasiado y no siempre saben cómo mostrarlo.

Más allá, en una banca solitaria, Alexander murmuraba líneas de un guion. Camila lo saludó con la mano, pero él apenas levantó la mirada. Sus ojos no leían: cargaban algo más pesado que el texto.

—No te asustes con él —dijo Rosa—. Tiene sus días.

Horas después, ya más instalado, Antonio entró al teatro del instituto. El corazón le dio un vuelco. Luces apagadas. Telón cerrado. Asientos vacíos. Ese era su lugar. O eso quería creer.

Entonces, una voz cortó el silencio desde lo alto:

—Así que vos sos el nuevo.

Toro. Alto, seguro, apoyado en la baranda de la pasarela superior. Lo miraba como si midiera su sombra.

—Mirá, no importa de dónde vengas. Acá, si no brillás, te apagan —dijo, y desapareció por el pasillo—. Suerte con eso.

Antonio tragó saliva.

(Miércoles, 9:12)

La cartelera general estaba rodeada de cuerpos ansiosos. Un nuevo anuncio del director:

“Convocatoria especial para nueva obra institucional: ‘La Caída del Cometa’. Se seleccionarán 3 protagonistas. Audiciones esta semana.”

Rama chifló. —¡El protagónico! Toro va a matar por esto. —Gonzalo también va a quererlo, olvídate —agregó Rosa.

Antonio buscó su nombre. Lo encontró. Y por un segundo, no supo si reír, gritar o vomitar.

Antonio Golbano/ Toro Figueroa/ Gonzalo Torres

(Jueves 17:51).

El aula de ensayo estaba vacía. Las luces, apenas encendidas, proyectaban sombras que parecían flotar en el aire denso del teatro.
Antonio se sentó en el borde del escenario, solo, con el guion arrugado entre los dedos. Lo apretaba con fuerza, como si aquel papel fuese una soga que lo mantenía a salvo del abismo.

—¿Qué estoy haciendo acá? —murmuró, casi sin voz—. Todos son mejores, más jóvenes, más decididos... Yo ni siquiera sé si esto es lo mío.

Un nudo le subió por la garganta. Desde que había llegado, la presión lo consumía en silencio. Veía en los otros una seguridad que lo desarmaba: el talento, la ambición, esa hambre feroz por cada escena. Él no tenía eso. O al menos, creía no tenerlo.

—No es que te falte talento —dijo una voz suave, nacida de las sombras del teatro.

Antonio levantó la mirada.
Desde la platea emergía la figura de la profesora Mariana, su docente de teatro: cabello recogido con descuido elegante, cuaderno en mano y esa expresión serena de quien conoce la fragilidad que se esconde detrás del aplauso.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí…? —preguntó Antonio, avergonzado.

—El suficiente para escucharte dudar —respondió ella, subiendo al escenario con pasos lentos y seguros. Se sentó a su lado—. Está bien dudar, Antonio. Es parte del proceso. Pero no dejes que la duda se convierta en excusa.




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