(Lunes 9:41).
Los pasillos del Instituto se llenaban de ecos: voces recitando, cantos a media escala, gritos que mezclaban emoción con frustración. Era la semana de audiciones y todos estaban en estado de alerta emocional. Hasta respirar parecía competitivo.
Ecos de monólogos recitados a media voz se mezclaban con vocalizaciones agudas, aplausos espontáneos, pasos de danza marcados contra el piso, gritos que iban del entusiasmo a la frustración sin escalas. Era la semana de audiciones, y el arte, más que respirarse, se competía.
El aire estaba cargado de tensión. Hasta el silencio parecía sospechoso.
Cada rincón del edificio tenía una energía distinta: en un aula se practicaban escenas de Shakespeare, en otra se oía una improvisación de jazz al piano. El Instituto entero era un caos hermoso y salvaje, como una sinfonía desafinada buscando orden.
En medio de ese torbellino, Antonio caminaba despacio por el hall central. Aún no lograba sacarse de encima la adrenalina del día anterior, cuando apareció en el último minuto y expuso su alma en una audición inesperada. El miedo no se había ido, pero había perdido fuerza. Algo en él había cambiado.
Tal vez era mínimo, apenas una chispa, pero sentía que por primera vez en mucho tiempo, no estaba huyendo.
En uno de los bancos cercanos a las ventanas, Camila lo esperaba con dos cafés en mano, vestida con un abrigo enorme y bufanda multicolor. Su sonrisa fue inmediata al verlo llegar.
—¿Sabés lo que hiciste ayer, no? —preguntó mientras le extendía uno de los vasos calientes.
Antonio lo recibió con manos frías y una mueca nerviosa.
—¿Tarde y con miedo?
—No, bobo. Aparecer.
Y en este lugar, donde todos gritan por ser vistos, eso es lo más valiente que podés hacer.
Se sentaron en el banco de madera, compartiendo el calor del café y el silencio cómplice. Antonio miró alrededor. Cada rostro era un mundo, una historia, un rival. Algunos ensayaban de memoria con mirada perdida; otros reían como si el nerviosismo no existiera. Pero todos estaban ahí por lo mismo: brillar.
A lo lejos, frente a una pizarra cubierta con horarios de ensayos, se elevaban las voces de Toro y Gonzalo, que discutían acaloradamente.
—¡Yo pedí esa escena primero! —reclamó Toro, con el ceño fruncido y los brazos cruzados como un niño caprichoso con cuerpo de atleta.
—Yo ya la reservé con Mariana, ¿no sabés leer o qué? —respondió Gonzalo, con una sonrisa que tenía más filo que simpatía.
—¿Te creés que porque tenés facha vas a tener todo servido?
—No, Toro. Pero me alcanza con tener más talento que vos.
Ambos se acercaron, hombro con hombro, y el ambiente se volvió denso. Un grupo de estudiantes se agolpó a su alrededor, algunos intentando separarlos, otros simplemente mirando con morbo.
Antonio apretó el vaso de cartón, incómodo.
—¿Siempre es así entre ellos? —preguntó.
—Sí —respondió Camila, sin dejar de mirar la escena—. Uno quiere ser el centro del mundo, y el otro cree que el mundo ya es suyo.
Justo en ese momento, la profesora Mariana apareció como un relámpago, con su clásico cuaderno en una mano y la mirada de hierro.
—¡Basta! —ordenó, sin necesidad de levantar demasiado la voz. El efecto fue inmediato—. Uno más de estos episodios, y los dos quedan fuera del montaje. ¿Entendido?
Silencio.
Toro bajó la mirada. Gonzalo se dio media vuelta sin decir nada.
Mariana los observó unos segundos más y se fue, dejando una estela de autoridad detrás suyo.
Camila soltó un largo suspiro.
—Y así empieza el drama… y eso que todavía no dijeron quién quedó.
Antonio miró su guion arrugado, con el café temblando apenas entre sus manos.
Sí, pensó. El telón apenas se estaba levantando.
(Martes 15:14).
En una de las aulas vacías del segundo piso, Rama afinaba su guitarra con movimientos suaves, casi mecánicos. Afuera, el ruido del instituto parecía lejano, como si en esa habitación el tiempo corriera distinto. Estaba solo, sentado sobre una de las mesas, con la cabeza gacha y la mirada perdida entre las cuerdas.
Tocó los primeros acordes de una melodía que venía escribiendo desde hace semanas. Las notas flotaban en el aire, puras, honestas. Para él, la música no era solo una vocación: era su refugio. Un lenguaje donde podía decir lo que no se atrevía a poner en palabras.
Pero ese día, cada nota parecía temblar.
Cada acorde pesaba más de lo habitual.
No podía dejar de pensar en ella.
Jazmín.
La había visto horas antes, riendo, girando, bailando con Toro en la clase de expresión corporal. Ese maldito Toro, tan encantador, tan seguro, tan experto en robar miradas y besos sin compromiso. Y ella... ella parecía disfrutarlo. Quizás demasiado.
El corazón de Rama se agitaba con cada recuerdo. Una risa de Jazmín, un roce entre ambos, una mirada que antes era para él… ahora parecía prestada a otro.