Owo

Capítulo 5 – Reacciones en cadena

Rama no apareció en los ensayos. Tampoco en las clases. Durante dos días, su ausencia se sintió como una cuerda floja que nadie se animaba a tocar. La sala común, ese lugar que solía estar lleno de risas, música y charlas improvisadas, se volvió más silenciosa. Nadie quería mencionar lo que había pasado. Pero todos sabían.

La tarde del tercer día, cuando algunos ya comenzaban a preguntarse si se había ido del instituto, Rama apareció.

Tenía la capucha puesta, los ojos hinchados y una guitarra colgando del hombro, sin funda. Caminó sin saludar, sin mirar a nadie, y se dejó caer en el rincón más alejado de la sala, junto a los sillones verdes rotos. Se sentó en el suelo. No dijo nada. No tocó la guitarra. Solo se quedó ahí, inmóvil, con la mirada clavada en las baldosas.

Paula, una de las pocas que siempre había sido amable con todos, se acercó despacio, como si hablara con un animal herido.

—Rama, che… ¿querés hablar? No estás solo, ¿sabés?

Él no respondió. Solo giró el rostro en dirección opuesta, con la mandíbula apretada.
Sus ojos no estaban rojos de llorar. Estaban rojos de aguantar.

De haber llorado en silencio, quizás.

De haberse tragado las palabras que no se animaba a gritar.

De pronto, como si el universo se burlara de él, la puerta se abrió.

Y Jazmín entró.

Vestía ropa deportiva, como si viniera de una clase de danza. Llevaba el pelo atado con desorden, y en los ojos tenía esa mezcla de nervios, culpa y miedo que aparece cuando sabés que estás por romper algo… más.

El aire en la sala cambió.

Algunos se levantaron y se fueron. Otros miraron al suelo, fingiendo no estar.

Jazmín dio unos pasos hacia Rama.

—Hola —dijo, apenas con un hilo de voz.

Él ni siquiera la miró.

—Rama… necesito hablar con vos. Por favor.

Muy despacio, él se puso de pie.

No fue un movimiento violento. Fue digno, doloroso, sereno como una tormenta contenida.

—No vengas con explicaciones —dijo Rama, con la voz quebrada pero firme—. Ya vi todo lo que necesitaba ver.

Ella bajó la mirada. Sus labios temblaron.

—No fue tan simple… —dijo—. Yo… me equivoqué. Me dejé llevar. Toro es fuerte, es intenso… y yo…

Rama levantó la mano, como pidiéndole que no siguiera.

—¿Y yo qué era, Jazmín?

¿Tu pausa entre bailes? ¿Tu descanso entre funciones?

¿El tipo que te escuchaba hablar durante horas y te sostenía cuando te caías?

—Rama, no es así…

—Yo te miraba como si fueras la única estrella en este cielo de egos —continuó, con los ojos llenos de dolor—. Te defendía. Te escribía canciones. Me quemaba la cabeza por vos.
Y vos… ¿qué hiciste?

—Fue un error —susurró ella, casi con lágrimas.

—No, Jazmín. No fue un error. Fue una elección.

Ella cerró los ojos, conteniendo el llanto.

—Yo no quería lastimarte…

—Pues lo hiciste igual.

Y lo peor es que todavía no sabés cuánto.

Se hizo un silencio pesado. La sala entera contenía el aire. Nadie hablaba.
Jazmín estaba paralizada, apenas respirando.

Rama levantó la guitarra, se la colgó al hombro, y la miró una última vez.

—No me busques más. Ni como amigo, ni como nada.

Y sin más, se dio vuelta y salió de la sala.

Las puertas se cerraron tras él con un leve golpe.

Y con él, algo también se cerró en el corazón de todos los que estaban ahí.

Durante los días siguientes, nadie lo volvió a ver.

La clase de Improvisación Emocional había comenzado como siempre: una sala amplia, con las luces tenues y una consigna clara en el pizarrón escrita por la profesora Mariana:
“Hoy: no controles. Sentí. Gritá. Caé. Rompé la escena si es necesario.”

Los estudiantes estaban en círculo, descalzos, con los ojos cerrados. La música ambiente —una pieza instrumental intensa y melancólica— flotaba en el aire como una amenaza suave. Mariana caminaba entre ellos, observando, esperando que alguien se animara a ser real.

Entonces, de repente, Rosa dio un paso al centro. Y sin previo aviso, como si algo la atravesara por dentro, cayó de rodillas.

—¡No quiero seguir fingiendo que estoy bien! —gritó, y su voz quebró la sala en dos—. ¡Estoy harta de ser la que siempre tiene que sostener a los demás! ¡De ser la buena, la fuerte, la que escucha, la que calla…!

El círculo se congeló. Nadie respiraba.

Ni siquiera Mariana.

Rosa apretó los puños contra el piso, con las lágrimas cayendo sobre el parquet.

—¿Alguno de ustedes tiene idea de lo que es… estar rodeada de talento y sentir que todo lo que hacés no alcanza nunca? ¿De mirarte al espejo cada mañana y preguntarte: ¿hoy sí me van a ver, o también voy a ser invisible otra vez??




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