Pabellón Cero

Pabellón Cero

Capítulo 1: El turno de noche

Nunca entendí por qué acepté ese trabajo. Quizás porque requería un salario que me ayudara a olvidar los vacíos de mi pasado. Quizás porque creí que un hospital cerrado no podría ofrecerme más que polvo y eco. Soy Elías, y en esa noche aprendí que existen sitios que tienen vida propia, que miran y que guardan recuerdos.

Me dieron un sobre gris con las instrucciones: "No bajes al nivel subterráneo". El resto del contrato era borroso y legalmente ambiguo, pero lo suficientemente claro para respaldar mi presencia como guardia. Lo que no conocían, lo que yo tampoco podía concebir, era que ese edificio cerraba más cosas aparte de puertas: cerraba memorias, identidades y quizás almas.

El hospital "San Asegunda" se erguía como un gran hueso blanco en la colina, mudo pero enorme. La fachada estaba dañada en varios lugares, las ventanas estaban sucias como ojos fatigados. Cuando entré, la puerta chirrió y mi corazón dio un brinco que no pude evitar. Los pasillos estaban repletos de sombras y un aroma de humedad antigua, de limpieza descuidada. Los destellos de luz se encendían y apagaban, y cada uno de ellos parecía quitarme un poco de cordura.

En aquel vacío, mis pasos retumbaban demasiado fuerte. El ruido de cada azulejo sonaba como un grito. Con la linterna encendida, recorrí los archivos cubiertos de polvo que estaban sobre las mesas, los carros de enfermería tapados con sábanas amarillentas y los charcos de agua estancada que proyectaban mi propia imagen como un espectro.

Al principio, creí que el viento era el causante de los ruidos. Un ruido sordo, un arrastre de metal y después un murmullo que parecía repetir mi nombre. "Elías..." Lo oí solo un poco, como un eco que se deslizaba por los pasillos. Me detuve, mientras sostenía la respiración. La linterna iluminaba la oscuridad, pero no había nadie. No obstante, continuó el murmullo del nombre, deslizándose entre tubos y cables descubiertos, entre paredes desconchadas y el aire que olía a miedo y óxido

Hallé algo inesperado en la sala de archivos. Dossiers. Hojas amarillas con nombres borrados y anotaciones sin sentido. Uno de ellos me llamó la atención: mi nombre, aunque estaba garabateado y tachado, se podía leer. La tinta estaba manchada, como si alguien la hubiera mojado con lágrimas. Cerca, una cinta de audio en un antiguo reproductor. La presioné. Únicamente respiraciones. Inhalaciones y exhalaciones largas, humanas, jadeantes, desesperadas. Pero no eran mías... o sí, no lo sabía. Cada respiración parecía aproximarse, envolverme y penetrar en mi mente y mis oídos.

No tenía ganas de descender al sótano. Cada advertencia resonaba en mi mente. "Evita descender al nivel subterráneo." Sin embargo, la curiosidad es un veneno de acción lenta. La linterna vibraba en mi mano mientras que la escalera se desplegaba frente a mí como si fuera una boca que respiraba. Cada escalón chirriaba como si fuera un hueso. Y cada vez que escuchaba un crujido, percibía cómo el aire se volvía más denso, como si algo se moviera a mis espaldas, entre la oscuridad y el silencio que solo se interrumpía con mi respiración rápida.

El aroma del sótano era de metal oxidado, de cadáveres olvidados y de tierra húmeda. Un mundo que ya no conocía iluminaba la linterna, mientras las paredes estaban húmedas y los goteos caían como lágrimas. Entonces lo observé. Mi reflejo, aunque no en un espejo. Yo estaba, atado con correas viejas, en una camilla. O, al menos, alguien que era yo. Mi duplicado. Los ojos abiertos y fijos en el vacío, la piel pálida, la respiración agitada. Mi corazón dejó de latir. Y en su mano temblorosa, un expediente: fechas, diagnósticos y mi nombre como paciente, pero nada que me hiciera recordar haberlo firmado.

El aire se tornó denso. Experimenté un ardor en el pecho, una sensación de calor nauseabundo que ascendía desde el estómago. La realidad se partía. ¿Era él auténtico? ¿Era yo? Mientras me acercaba, mis manos temblaban y una voz se escuchó del otro lado de un espejo sucio, empañado por mi respiración y el frío húmedo del sótano.

—Elías... —susurró.

No era un espejo. No era un sueño. Era diferente. Algo que tenía mi rostro, mi nombre y mis memorias torcidas como cadenas invisibles. Y en ese momento, me di cuenta de que mi descenso apenas comenzaba.

Me rodeó el sótano. Cada sombra me recordaba que mis sentidos ya no eran de fiar. Cada sonido, cada respiración, cada parpadeo eran un hilo adicional en la red que me aprisionaba. Y mientras la voz de mi gemelo me llamaba desde detrás del espejo, comprendí una cosa: no había salida de lo que me aguardaba en el próximo peldaño.

El miedo me penetraba hasta los huesos, pero había algo más. Una certeza horrible: ya no estaba solo, y lo que se asemejaba a mí aguardaba algo. Tenía la expectativa de que cruzara la línea que me habían advertido no cruzar. Con manos temblorosas y corazón desbocado, lo llevé a cabo.

Capítulo 2: La sala de observación

(Parte I)

No recuerdo haber salido del sótano. No recuerdo haber subido las escaleras. Solo sé que me desperté en el pasillo principal, con la linterna apagada y un zumbido en el cráneo que no se detenía. Era como si el edificio se hubiera metido en mi cabeza, como si el aire me respirara.

Traté de orientarme. Pero el hospital ya no era el mismo. Los pasillos parecían más largos de lo que recordaba, como si el lugar hubiera crecido mientras dormía. La pintura de las paredes se desprendía como piel muerta y las puertas... las puertas ya no llevaban al mismo lugar. Una que antes llevaba a la cafetería ahora abría a una sala de rayos X que no debería.

El reloj del recibidor decía 3:14. Parpadeaba, se pausaba y, por ninguna razón, retrocedía hasta las 2:06. Lo miré durante minutos. Cada tic del minutero era un latido fuera del tiempo, dentro del espacio.



#75 en Terror

En el texto hay: misterio, terror, dolor

Editado: 08.10.2025

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