Padres inesperados

Capítulo 10

Augusto bajó a desayunar con los lentes de sol puestos, no había dormido bien desde su encuentro con Emely y su rostro lo reflejaba, llevaba su traje azul marino y su corbata a juego, zapatos negros y su cabello peinado de forma perfecta; se sentó en el amplio comedor de ocho puestos con las manos entrecruzadas y los antebrazos apoyados sobre la mesa. Mantenía en el rostro una expresión muy seria que su mujer no dejó de notar.

América alzó una ceja y le sonrió de medio lado.

—¿Y esos lentes de sol? ¿Te peleaste anoche en el algún bar o qué? ¿Debo preocuparme por algo?

—No, América, tu mundo perfecto sigue girando de forma perfecta.

—¿No se te hace extraño traer lentes dentro de casa?

—Tengo migraña, la luz me molesta —respondió con altanería.

—Ya veo, entonces se te pasó la mano bebiendo.

—Sigue haciendo conjeturas sobre qué hago cuando no estoy en casa, te vas a volver loca.

La mujer suspiró y amarró los gestos. Batió su cabello rubio y puso ambas manos sobre la mesa mientras la empleada servía el desayuno. América se quedó callada mostrando una sonrisa impostada mientras la mujer hacia su labor. Vestía impecable en un conjunto blanco de diseñador.

—Iré a la fundación temprano. Olga me dijo que la llamaste.

Augusto bufó, se sacó los lentes de sol y la miró a los ojos mientras le sonreía con cinismo.

—¿Tus empleadas te llaman cada vez que las contacto? ¿Por qué? ¿Tanto miedo te tienen?

—Más bien a ti, es conocida tu fama, no quieren malos entendidos, yo nos los quiero tampoco. Estás ojeroso. —Lo señaló.

—Olga no es mi tipo, no la buscaría para eso. Necesitaba averiguar algo y ya.

—¿Qué cosa? Yo puedo ayudarte.

—De ti no quiero nada, América.

La mujer alzó el rostro y sonrió mientras negaba sin mirarlo.

—No sé cómo vamos a hacer, pero pronto tienes que cumplir tu rol de esposo a cabalidad, es hora de hacer crecer a la familia, Augusto.

Se levantó de la mesa y la dejó hablando sola.

—¿No va a comer, señor? —preguntó una de las empleadas cuando pasó junto a ella de camino a la salida.

—No, gracias —respondió tenso y se subió al auto, iba a la compañía como cada día.

Augusto pensaba mucho en lo que el hogar significaba para el ser humano, él mismo recordaba como ansiaba llegar a casa cada día antes, pero su realidad era distinta, ansiaba salir de su casa y llegar a cualquier sitio, de preferencia la compañía de su familia y que él dirigía. Ese era su hogar, allí estaba su familia, allí se sentía cómodo y tranquilo, encontraba paz y se divertía mientras trabajaba, porque trabajaba como ninguno, era un hombre entregado a los proyectos, el primer en llegar, el último en irse, detallista y acostumbrado a moldear con el ejemplo como lo enseñó su padre.

La compañía era además el terreno más puro que conocía, pues la influencia de la poderosa familia de su mujer poco llegaba; el resto de su vida era un caos, por las conexiones políticas de su padre con la familia de América, este quedaba siempre a las órdenes del poderoso hombre, lo cual hacía sentir a Augusto castrado e inconforme.

Augusto luchaba cada día para que la influencia de su suegro no manchara su compañía, y vaya que lo intentaba, pero Augusto lograba siempre rechazarlo de forma tan elegante que no parecía rechazo. Nunca imaginó que su vida se convertiría en lo que era y en lo que sufría cada día: un matrimonio sin amor, una lucha de poder constante en la que la sensación de estar en deuda lo mantenía siempre intranquilo.

No era un hombre perfecto y lo sabía, no estaba orgulloso de eso, pero no planeaba disculparse por ello; no siempre pensó de la misma forma, cuando era muy joven y le dijeron que un matrimonio con América sería muy conveniente, no lo dudó, además de lo conveniente que podía ser para ambas familias, América era también hermosa e inteligente, agradable y divertida como cualquier chica a los veinte años.

Pero América no se mantuvo siempre como una joven alegre y despreocupada de veinte años, con el tiempo se convirtió en una fría y calculadora extensión de su padre, lo cual Augusto soportó por un tiempo hasta que fue evidente que no se amaban y ya casi no se soportaban: América hacía desplantes a los empleados de su compañía y amigos, era cruel y despiadada. Augusto no solo dejó de sentirse atraído por ella, con el tiempo comenzó a despreciarla también, aunque la toleraba lo justo, pero un día todo cambió.

Augusto comenzó a odiar a América ese día, y sintió que era justo el sentimiento que se merecía, sus días junto a ella comenzaron a ser tortuosos y como la pareja que hacían formaba parte de un plan más grande, no podía dejarla ni separarse, ni cuando tuvo un gran motivo para hacerlo, entonces se dio por vencido. Ella había ganado.

Cuando Augusto asumió responsabilidades en la compañía, se quedó como asistente a la señora que asistió antes a su padre, Raiza, una señora de unos cincuenta años a la que vio desde pequeño, pero la mujer enfermó un día y la sustituyó una sobrina de ella: Roma, Augusto quedó prendado de la chica, no solo era hermosa y agradable, era tan bien muy sensual y picara, lo que comenzó como un juego inocente de coquetería terminó en un romance que lo volvió loco y por el que estuvo dispuesto a dejarlo todo e irse lejos con ella.




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