
Capítulo 3 – Ascensor entre dos mundos
—Entra —le indicó Mariano a Lucas, manteniendo el ceño tan firme como su tono.
El niño obedeció sin protestar, dando saltitos que contrastaban con la rigidez del hombre. Una vez dentro, Lucas se quedó mirándolo como si observara una criatura exótica en un zoológico.
Mariano presionó el botón del lobby. El ascensor comenzó a descender desde el décimo piso con su habitual vibración. Él se cruzó de brazos, apoyándose en la pared metálica, intentando recuperar un mínimo de control. Entonces escuchó la risita del niño.
—¿Y de qué te ríes ahora? —preguntó sin demasiado entusiasmo.
—De que no te diste cuenta —respondió Lucas señalándolo con un dedo pegajoso por el dulce del caramelo que ya se había terminado—. Tus risos y los míos son iguales. Del mismo color.
Mariano parpadeó.
—No son iguales. —Y, por reflejo, se llevó la mano al cabello para acomodarlo hacia atrás, como si eso borrara el parecido.
Lucas continuó sin pausa:
—Mi mamá siempre reniega cuando me peina después del baño porque tengo tantos risos que parezco el cable del teléfono de la abuela Rosa. ¿A ti te reniegan mucho cuando te peinan?
—No —bufó Mariano, mirando al frente.
"Un niño charlatán. Justo lo que necesitaba" pensó.
Cuando el numerador del ascensor marcó el piso siete, Mariano dejó escapar un suspiro distraído, pero no alcanzó a completar el pensamiento: un cling fatal resonó en el interior, seguido por un parpadeo errático de las luces. En cuestión de segundos, el ascensor se sacudió con violencia y se detuvo con un gemido mecánico, como si todo el edificio respirara hondo antes de colapsar. Entonces, el mundo quedó reducido a un cubo metálico, un espacio sellado donde el silencio pesaba más que el aire y cada latido parecía amplificar la incertidumbre que lo envolvía.
—Oh, no. No puede ser —murmuró Mariano mientras presionaba botones sin obtener respuesta.
—¿Esto es como un videojuego? —preguntó Lucas, fascinado por la adrenalina inexistente.
—No. Niño, ¿que no ves que estamos atrapados?
—¿Para siempre?
—¡No lo sé! —estalló él.
—Ah… entonces es solo por un ratito —dijo Lucas, pensativo.
—Probablemente.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó el niño, ya animado por la aventura.
Mariano sacó su teléfono solo para descubrir, con creciente desesperación, que no tenía señal, ni una sola barra que le permitiera pedir ayuda; luego presionó el botón de emergencia, pero tampoco obtuvo respuesta, y fue entonces cuando un sudor frío comenzó a deslizarse por su espalda mientras el aire se volvía espeso, el metal parecía cerrarse a su alrededor y el ascensor, cada vez más reducido, se transformaba en un cubo opresivo que amenazaba con comérselo vivo.
Él conocía esa sensación: la ola oscura y punzante de su claustrofobia.
Lucas ladeó la cabeza, curioso.
—¿Por qué respiras raro?
Mariano intentó tragar aire.
Sus pensamientos se volvieron voces: No hay salida. No puedes moverte. No puedes…
Se aflojó la corbata, desesperado por una bocanada que pareciera real.
—¿Quieres que te cuente un cuento? —ofreció Lucas, inocente.
—Preferiría el silencio —susurró él, con la voz tensa.
—Mi mamá dice que el silencio a veces hace peor —respondió el niño, balanceándose como si estuviera en un parque.
Mariano cerró los ojos. El ascensor le apretaba el pecho.
¿Cómo diablos un niño tan pequeño no temía aquel encierro?
Claro… Lucas no medía más de cincuenta centímetros, o algo así. Para él, ese cubo debía parecer un salón de juegos.
—Oye —la vocecita insistió—. ¿Estás bien? Te ves… como cuando mi mamá se enoja y se queda sin aire porque no me gustó lo que preparó de desayunar.
Mariano abrió los ojos. Lucas lo miraba con auténtica preocupación.
Ese simple gesto lo desarmó. Como si lo anclara a la realidad.
Respiró más lento. Más hondo. Poco a poco, la ola se retiró.
Lucas sonrió orgulloso.
—¿Ya mejoró?
Mariano masajeó el puente de su nariz. Luego se dejó caer al suelo, agotado.
—Está bien. A ver… ¿cuál es ese cuento?
Lucas se sentó frente a él, cruzó las piernas y comenzó a hablar con la sinceridad desarmante que solo tienen los niños.
—Mi mamá es la mejor mamá del mundo. Trabaja mucho porque tiene un jefe odioso. —Arrugó la nariz con teatralidad—. Él le da papeles y más papeles y más papeles y más papeles… y cuando ella llega a la casa, siempre está cansada, se quita sus zapatos y estira los dedos de sus pies. Y yo la ayudo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Le hago masajes. Me gusta porque siempre los trae de color rojo.
—¿A los pies?
—Sí, con ese esmalte que tiene olor feo.
—Ah, a las uñas...
—Sí, eso. Y después ella me cuenta historias hasta que yo me duermo.
Mariano sintió una punzada.
—¿Y cómo se llama tu mamá?
—Lucía. Lucía Fernández.
Al oír ese nombre el aire dejó de existir.
Lucía Fernández. Su secretaria.
La mujer que llevaba cinco años esquivándolo más allá de lo estrictamente laboral.
La mujer con la que había compartido aquella noche intensa, confusa, completamente inesperada… en un ascensor atascado. Otra vez...
El recuerdo lo golpeó como una corriente eléctrica.
—¿Cuántos años tienes, niño? —preguntó Mariano, procurando que su voz no delatara el pulso acelerado que de pronto le martillaba en el pecho.
—Cuatro —respondió Lucas sin dudar, levantando cuatro dedos con orgullo.
Un alivio fugaz recorrió a Mariano, como una bocanada de aire inesperada que le aflojó los hombros y le permitió, por un segundo apenas, creer que su mente estaba jugando con él.
—Pero en Navidad cumplo cinco —añadió el niño de inmediato, con una sonrisa despreocupada, como si acabara de compartir un dato sin importancia.