MILENA
Todavía sentía el cuerpo tenso, como si un puño invisible me apretara el pecho, esa señora me había descompuesto completamente. ¿Quién se creía para venir a cuestionar mi forma de trabajar, como si yo necesitara sus indicaciones autoritarias? Me ardía la sangre solo de recordarlo. Su actitud déspota, su tono arrogante… me daban ganas de jalarle las greñas ahí mismo.
Y, sin embargo, lo que más me desconcertó fue la sensación que me dejó su presencia. No era miedo, no. Era otra cosa… un escalofrío que me recorrió la espalda como si mi cuerpo supiera algo que yo no. Un tipo de advertencia que no entendía pero que tampoco podía ignorar.
Estaba tan atrapada en mis pensamientos que ni siquiera escuché a los niños hablarme. Me estaban contando sobre las flores favoritas de su madre, sobre colores, recuerdos... algo más dijeron, pero no lo registré. Mi mente estaba atrapada en esa discusión absurda y en esa mirada de hielo que me había lanzado la mujer.
—Hola, Milena… ¿podés bajar de donde estás? Creo que te fuiste a la luna —me dijo Jared, poniendo su mano suavemente sobre mi rostro.
Parpadeé, saliendo del trance.
—Discúlpame, cariño... ¿qué me estabas diciendo? —le pregunté al pequeño, con una sonrisa forzada, tratando de volver a conectar.
—Esa mujer se fue súper enojada con mi papá… la hubieras visto echaba fuego como un dragon —me dijo con esa voz aguda y sincera que solo los niños tienen—. Jade y yo lo vimos. No debería meterse en lo que no le importa. Es que… no nos cae bien.
—¿Ah no? —le respondí, intentando sonar neutral.
—A mí no me cae bien nadie —dijo encogiéndose de hombros.
—Pero yo sé que a ti sí te caigo muy bien.
—No, claro que me caes mal —replicó sonriendo de lado—. Pero tengo que fingir que me caes bien.
— Debes hacer el intento.
Se rió de mi respuesta, y yo también me reí de su inocencia. Le revolví el cabello y él me hizo un puchero.
—Naaa, veremos.
—Sé que te caigo bien. Pero haces como que no. ¡Eres una mentiroso!
—Bueno más o menos — comentl con tono de niño consentido, sacándome la lengua y luego tirándome un poco de tierra en la cara.
—¡Oye! ¿Qué estás haciendo? —reí, sacudiéndome—. Vas a ver…
Empezamos una pequeña guerra de tierra entre risas y gritos, pero en un momento me detuve. Me quedé de pie, observando las flores a nuestro alrededor. Eran hermosas. No me había percatado antes de lo mucho que embellecían el jardín.
—¿Ya no querés jugar? —me preguntó el niño.
—Nos vamos a ensuciar mucho —respondí, aún admirando las plantas
— ¿Qué ves, Milena?
—Esas plantas… —dije en voz baja.
—Te hablaba de ellas, pero no me pusiste atención. También te comenté que eran las flores favoritas de mi mamá… son gardenias.
—¿Gardenias?
—Sí, Mile.
Por un instante, pensé que hablaba de la mujer rubia. Que ella era su madre.
—¿Esa mujer… es tu mamá?
—¡No! —dijo tajante—. Esa mujer solo es la novia de mi papá. Y no nos cae bien. Bueno… a mí no me cae bien.
—Ah… —dije, sin saber cómo responder.
—Mi mamá… mi mamá murió hace cinco años. En un accidente.
Sentí como si un balde de agua helada me cayera encima. La piel se me erizó. ¿Murió? ¿Su madre ya no estaba? Yo que había pensado que quizás estaban separados, que ella simplemente no estaba presente… Me sentí tan tonta, tan torpe por no haberlo intuido.
—Lo siento mucho… de verdad lo lamento.
—No te preocupes. Por eso soy así. Extraño mucho a mamá, pero no quiero que nadie la reemplace, ¿entendiste, Milena? No quiero a Laura cerca de mi papá.
—Lo entiendo, lo entiendo de verdad —le dije mientras me agachaba y lo abrazaba. Al principio se quedó quieto, como dudando, pero luego correspondió el abrazo.
Sentí una tristeza profunda por él. Por lo que había vivido. Por ese corazóncito tan joven y ya con tanto dolor. Lo separé suavemente de mí, lo miré a los ojos y le acaricié la mejilla.
—Vamos adentro, ¿te parece? ¿Querés que les haga unos emparedados con leche bien rica? ¿O chocolate con leche?
—¡Yupi! —gritó entusiasmado—. Ahora sí que me estás cayendo muy bien, Milena.
—Muchas gracias, pero te ensuciaste la cara.
— ¡Me estás ensuciado! —grito riendo.
—¡Me estoy cobrando lo que me hiciste tú!
Y comenzamos a correr hacia dentro de la casa entre risas. Luego los mandé a ducharse y me fui a lavar las manos. Al volver, vi a Jade sentada junto a su padre. Tenía una Biblia abierta sobre las piernas, y le hablaba con una ternura que me encogió el corazón.
Ver a esa pequeña, quizás de unos once años, hablándole a su papá sobre Dios… era algo que no esperaba. Era una imagen hermosa.
—Milena, ven —me llamó Jade.
Me acerqué.
—¿Qué pasó, cariño?
—Siéntate con mi papá.
—¿Cómo? Pero estoy llena de tierra, necesito ducharme…
—La Palabra de Dios no espera —dijo muy seria, pero luego sonrió—. Pero ve a ducharte, y luego venís. Vamos a hablar un poco de la Biblia, y después hacemos la cena. ¿Te parece?
—Me parece excelente. Discúlpeme, señor —dije mirando a Derek.
—No te preocupes —respondió él con una mirada suave—. Hacé lo que dice Jade.
Me quedé unos segundos observándolo. Su mirada… tenía algo que no sabía explicar. Una mezcla de seriedad, ternura y algo más que me removió por dentro. Bajé la vista, sin saber cómo reaccionar, y me di la vuelta.
Entré al cuarto, cerré la puerta y solté un suspiro largo. Mi corazón latía con fuerza. No sabía qué pensar ni cómo sentirme. Había algo raro en esta casa, en esos niños, y en ese hombre…
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Al terminar de ducharme, me envolví en la toalla y me sequé el cuerpo con calma. Luego me puse un short y una blusa de mangas largas. Recogí mi cabello en un moño alto, me coloqué las sandalias, un poco de pintalabios y perfume. Me quedé un momento observándome en el espejo… suspiré.
Mi abuela me había dicho que no era necesario que llegara esta semana. Estaba con una familiar en una comunidad cercana y se le había olvidado dejarme las llaves de la casa, así que estaba cerrada. Tendría que avisarle al señor Derek que no era necesario que me llevara hoy.