Papá desesperado. Necesito una Niñera ¡urgente!

CAPÍTULO 19

MILENA

Después de terminar mis quehaceres en la residencia de Derek, salgo con calma. Decido ir a visitar a mi abuela, ya que ha regresado de la comunidad. Le había pedido permiso a Derek por mensaje, y él, como siempre tan amable, me respondió que no había problema, que sus padres se encargarían de cuidar a los niños. Así que aproveché para darme una vueltecita.

Subo al metro, y voy contenta. Le llevo unas cositas a mi abuela, que sé que le van a encantar. Pongo un poco de música en mis audífonos mientras contemplo la ciudad. Esta ciudad… hace apenas un mes quería marcharme, tenía planes de mudarme a Manhattan, empezar de nuevo, pero ahora… algo me detiene.

O más bien, alguien me detiene.

Esos niños, con su inocencia y cariño. El señor Derek… sólo llevo un mes en esa casa trabajando, pero me siento extrañamente conectada. Como si fueran mi familia. Y no debería sentir esto. Nada de esto debería estar pasando. Creo que estoy cometiendo el error de dejarme llevar… de sentir algo por un hombre prohibido. Porque aunque él no está casado, tiene una relación con esa mujer… esa mujer que no me cae para nada bien. Y quizás no quiero ser egoísta, pero no puedo evitar desear que no vuelvan. Qué tontería, ¿no?

Sacudo la cabeza, tratando de borrar esas ideas, y me concentro en la música. El viaje se hace largo, tantas paradas… hasta me mareo un poco. Finalmente, llego a mi estación y bajo con mi mochila colgando a la espalda. Camino rápido por las calles conocidas, saludando a algunos vecinos. Algunos me saludan con cariño, otros con esa mirada extraña, como siempre… tal vez pensando que he descuidado a mi abuela. Pero fue ella misma quien me pidió que no la visitara mientras estaba en la comunidad con sus amigas.

Llego a su casa y toco la puerta. En segundos, ella la abre con una gran sonrisa.

—¿Cómo estás? —me dice con alegría.

—¿Cómo crees que estoy? ¡Extrañándote! —le respondo haciendo un puchero antes de abrazarla con fuerza.

Le entrego unas bolsas.

—Te traje esto con mi primer sueldo.

—Mi niña, cómo te sientes. Te veo hermosa… radiante. —comenta mientras me acaricia el rostro.

—Me ha tratado muy bien el señor Derek… de verdad. Y los niños también, son un amor. Más de lo que imaginaba.

—Qué alegría saber eso, mi amor. Bueno, siéntate que te voy a preparar un caldo delicioso con una gallina que me traje del campo.

—¡Ay, gracias!

Me siento mientras la observo moverse en la cocina. Siempre ha sido así conmigo, tan dedicada, tan amorosa, desde que tengo memoria.

—Abuela… —le digo de pronto—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Ella me mira, con esa expresión de ternura que siempre tiene.

—Dime, cariño.

—Sobre ese lugar… —mi voz se vuelve más suave, y noto cómo ella se detiene por un segundo al escucharme—. ¿Tú sabes qué me sucedió?

—¿A qué te refieres, mi niña?

—No sé… no tengo recuerdos del accidente. Quisiera saber por qué. Qué fue lo que realmente pasó.

Ella baja la mirada y suspira.

—La verdad… yo misma no sé con certeza lo que te sucedió. Cómo llegaste a mí fue cosa del destino. Dios te puso en mi camino… y desde entonces eres mi niña.

—Pero… —insisto, aunque ya noto su incomodidad— ¿nunca supiste si fue un accidente real? Si tengo familia.

—No, mi amor… no tengo idea. Y a veces prefiero no pensar en eso.

Niego con la cabeza suavemente. No quiero mortificarla. Tal vez ni ella misma lo sabe.

—Está bien… ya no pregunto más. Mejor dime cuándo estará listo ese caldo, que tengo que regresar antes de que los niños lleguen a casa.

—Claro que sí, mi amor. En un momentito. Por cierto como esta Jade.

—La pequeña Jade… —le sonrío— está muy bien. Está creciendo, es tan inteligente. Una niña brillante.

—Claro que lo es. Esa niña es un milagro. Tiene una luz especial.

—Por cierto… los padres del señor Derek son personas muy amables. Sabes me dijo que le recuerdo mucho a la difunta esposa del señor Derek.

Mi abuela se queda inmóvil al oírme.

—¿Quién te dijo eso?

—La señora… la mamá del señor Derek.

—¿De verdad, hija?

—Sí, abuela, pero bueno, no hablemos de eso ahora. Me dio hambre apenas puse un pie aquí. Vine con antojo de tu sazón. Así que, mejor, ¡sigamos con la comida!

—Claro que sí, hija… sigamos preparando tu comidita.

***

Después de salir de la casa de mi abuela, tomé el metro rumbo a la residencia. El vaivén del vagón ya me resultaba monótono, repetitivo. A veces me gustaría caminar, perderme un poco entre las calles, pero el trayecto era demasiado largo.

Me bajé unas estaciones antes, justo frente al supermercado. Tenía antojo de algo fresco, así que entré a comprar unas verduritas y frutas. Al pasar por la sección de frutas exóticas, vi los mamones chinos. Sonreí levemente. Recordé que a ellos les gustan mucho, así que tomé unas cuantas.

Caminé despacio hacia la residencia del señor. Iba observando todo con más calma, el murmullo cotidiano de la ciudad. Me sentía un poco más relajada hasta que todo cambió.

Una explosión ensordecedora estalló frente a mí. Me tapé los oídos por reflejo. Gritos. Mucho fuego. Dos autos habían chocado y las llamas se elevaban con fuerza. Sentí cómo mi corazón se aceleraba brutalmente en el pecho, como si quisiera escaparse. Mis manos comenzaron a temblar. No entendía por qué me afectaba tanto… no era la primera vez que veía un accidente. Pero esto era distinto.

Las ambulancias comenzaron a llegar, el sonido de las sirenas se mezclaba con el de las llamas, y el calor era tan intenso que tuve que retroceder. La gente se acercaba por curiosidad, pero yo solo quería alejarme de ahí. Aceleré el paso, casi corriendo hasta llegar a la residencia.

Entré con dificultad, empujando la puerta con manos temblorosas. Algo no estaba bien. Algo dentro de mí estaba desatándose.

Me aferré a las paredes, tambaleante. Y entonces... comenzaron los recuerdos.




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