Papá desesperado. Necesito una Niñera ¡urgente!

CAPÍTULO 27

RECUERDOS

La lluvia comenzaba a caer cuando giré la llave y el motor del coche rugió suavemente. El parabrisas se empañaba con rapidez, y las luces tenues de la ciudad se desdibujaban tras las gotas que golpeaban el cristal. Observaba cada detalle en la carretera mientras pensaba en las nuevas fórmulas que debía presentar en la empresa. Mis dedos tamborileaban en el volante y eché un vistazo al reloj: las seis de la tarde.

Justo en ese momento, el teléfono sonó. Al ver el nombre en la pantalla, una sonrisa se me escapó sin remedio. Mi esposo. Contesté con voz suave, llena de amor:

—Cariño, no te preocupes, pronto llego. El clima está terrible —dije, mirando el cielo oscurecido.

—Por favor, regresa pronto. Si quieres, voy a buscarte —su voz sonaba cálida, preocupada.

—No, no te preocupes. Ya estoy en camino.

—¿Segura?

—Segura —respondí, sonriendo.

Él suspiró aliviado.

—Bueno, amor, ven con cuidado. Te voy a preparar una cena deliciosa.

—Claro que sí… Una cena deliciosa… y luego otra cena —susurré con picardía, riendo mientras él soltaba una carcajada al otro lado de la línea.

—Todo lo que tú quieras, mi amada. No te imaginas las ganas que tengo de besarte y abrazarte. Los pequeños están ansiosos.

—Ay, mis chiquitines… Ya me extrañan. Yo también. Sabes que mi trabajo es así. Y lamento faltar en sus cumpleaños pero se lo vamos a celebrar.

—Claro que lo sé, mi amor. Te espero y no te preocupes.

—Está bien… Te amo.

—Te amo, Jarada.

Corté la llamada con el corazón palpitando de emoción. Aceleré un poco mientras la lluvia se volvía más intensa. De pronto, algo me sacó de mis pensamientos: una mujer, empapada, levantaba la mano en la orilla de la carretera. Frené sin pensarlo.

—¿Necesita ayuda?

—Por favor, ¿me puede dar un aventón, señora?

—Claro, suba. Sube adelante.

La mujer temblaba. Le pasé mi saco y una toalla para que se secara.

—Gracias… —susurró, con los labios amoratados.

—Tranquila, abríguese. Hace mucho frío por aquí.

Ella asintió, intentando sonreír.

—¿Cuánto falta para llegar a la capital?

—Según el GPS, unas dos horas.

Puse algo de música, una alabanza que le gustaba a mi hija. La voz del cantante llenó el coche mientras descendíamos por una curva peligrosa. Fue entonces cuando todo cambió.

Un golpe seco.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer, alarmada.

—No lo sé… —respondí, intentando mantener el control.

Otro golpe, más fuerte, nos sacudió. Miré por el espejo retrovisor y mi sangre se heló: dos autos nos seguían, pegados a mi parachoques.

—¡Señora, nos están siguiendo!

—Tranquila… —intenté sonar firme, pero el corazón me martillaba en el pecho.

Apreté el acelerador, pero entonces sonaron disparos.

—¡Dios mío! ¿Qué está pasando?

Mi mente gritaba que llamara a mi esposo, a la policía… a alguien. Pero todo ocurrió demasiado rápido. Le pasé mi teléfono a la mujer.

—¡Marca emergencias! ¡Ahora!

Ella, temblando, apenas lograba sostenerlo. Otro disparo. El coche se sacudió y, antes de que pudiera reaccionar, perdi el control. La lluvia y el pavimento resbaladizo nos traicionaron. El coche se deslizó, y en un parpadeo…

Caímos al barranco.

Un grito desgarrador escapó de mi garganta. Imágenes de mis hijos, de mi esposo, inundaron mi mente. El impacto fue brutal. Sentí el mundo romperse en mil pedazos. Luego el, fuego.
Un ardor insoportable me devoró la piel de la cara y el brazo. El metal crujía, las llamas nos envolvían, y la mujer a mi lado gritaba con desesperación. Intenté moverme, pero el dolor era tan intenso que deseé morir.

De pronto, todo se volvió confuso. Voces. Pasos. Unos brazos fuertes me arrastraron.

—¡Está viva todavía! ¡Apúrate!

—Pero ella la quiere muerta…

—¡Cállate y ayúdame!

Intenté preguntar quiénes eran, pero apenas pude emitir un gemido. El aire olía a humo y a miedo. Sentí que me arrancaban la ropa pegada a la piel quemada. Dolía como mil infiernos. Quise hablar y que ayudarán a la mujer que seguía gritando en el coche.

—A...ayu...de...

—No hables… cállate… —ordenó una voz masculina.

El ardor me arrancó un alarido ahogado. Mi cara, mis brazos… destrozados. Mi cuerpo se estremecía, y solo quería desaparecer. La oscuridad llegó, fría, piadosa. ¿Quiénes eran, porque hicieron eso?

***

Cuando desperté, estaba en una habitación desconocida. El techo blanco me cegaba. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo estaba envuelto en vendas. Mis piernas estaban intactas, pero mis brazos… y mi rostro… apenas los sentía. Había un pitido suave y unos cables conectados.

Una puerta se abrió y un hombre entró sonriendo con frialdad.

—Has despertado… —dijo, acercándose.

Intenté hablar, pero no pude. Mi garganta no emitió sonido alguno. Mi mente era un torbellino: ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Por qué no recuerdo nada?

El hombre tocó mi mano vendada y susurró, satisfecho:

—Funcionó… Todo lo que hicimos funcionó. Perdiste la memoria.

—Memoria.— musite sin entender nada.

***

Mis ojos permanecen fijos en un punto, perdidos en un vacío que no logro comprender. Cerca de mí está ese hombre... no sé quién es, ni tampoco quién soy yo. Mis heridas han sanado poco a poco, pero mi cuerpo ya no es el mismo. Estoy desfigurada.

—Antes eras tan bonita —escucho su voz grave y calmada.

¿Bonita? Sí... creo que alguna vez lo fui. Recuerdo algo vago: rubia, ojos claros, una sonrisa que parecía iluminar todo. Pero ahora... ahora soy otra. Quemada, calcinada, rota.

—¿Recuerdas lo que pasó? —pregunta, como si disfrutara de mi confusión.

—No... no sé de qué hablas —balbuceo—. ¡Por favor, sáquenme de aquí!

—¿Salir? —ríe con ironía—. Laura no quiere que salgas.

—¿Quién... quién es Laura? —pregunto temblando.

—La mujer que ordenó asesinarte. Ella cree que estás muerta... y enterrada.




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