Papá por Contrato

CAPÍTULO 1: LENA

Aquí estoy, de pie en mi propio juicio final y el verdugo lleva un traje de tres mil euros y huele a Dolce & Gabanna con calzones que seguro son de esos elásticos platinados de Calvin Klein.

Aquí vamos… Todo empieza, como las peores catástrofes: con un sobre. No es un sobre elegante ni amenazador. Es un sobre ordinario, de esos amarillos y feos que parecen haber sobrevivido a una guerra de trincheras. Tiene cinta adhesiva sucia pegada en un borde y las esquinas están dobladas con la resignación de quien ha viajado demasiado. Dentro se encuentra un documento que podría aniquilarme. No, aniquilar es una palabra muy dramática. Podría, más precisamente, desintegrar mi existencia partícula por partícula.

El hombre que sostiene ese sobre entre sus manos es un millonario con el poder de arrastrarme ante cualquier tribunal de Polonia, despojarme de todo lo que tengo (que, seamos honestos, cabe en dos maletas y media) y hundirme en la única cárcel para mujeres de esta ciudad donde, según he leído en un foro muy específico, no permiten llevar rímel. Una crueldad innecesaria, si me preguntan.

Pero lo peor, lo verdaderamente retorcido de esta situación, no es el documento ni la perspectiva de una vida sin maquillaje para pestañas. Lo peor es que, cuando me lo entregue, tendré que agradecerle. No con sarcasmo. No con la sonrisa helada que he perfeccionado durante años para conseguir objetivos millonarios. Tendré que mirarlo a los ojos y decirle "gracias" con una sinceridad que me quemará la garganta.

Estoy a punto de dejar atrás mi identidad verdadera de Lena Karwowska. Treinta y dos años. Mi currículum es una obra de ficción galardonada que yo misma he escrito; en él figuro como experta en finanzas internacionales, consultora de inversiones y, en una versión particularmente audaz, filántropa aficionada. O una obra de ciencia ficción, mejor dicho, porque la realidad es que soy una profesional en fraudes de cuello blanco. Una exestudiante de Derecho que abandonó la carrera al descubrir que era mucho más rentable y creativo estar del otro lado de la ley. Y desde hace seis meses, soy la actual madre de una criatura diminuta que aún no sabe sostener su propia cabeza pero grita como si fuera dueña de sus pulmones, de los míos y de los de todo Varsovia. Se llama Anna, como mi madre. Una decisión que tomé en un momento de debilidad y nostalgia, dos sentimientos que no puedo permitirme.

Nunca planeé tenerla. El test de embarazo positivo me pareció el peor chiste que el universo me había contado. Pero tampoco planeé vivir una acumulación de decisiones cobardes envueltas en excusas que suenan brillantes si no las examinas con demasiada atención.

Esta mañana, me miro al espejo por última vez. O al menos, así se siente. El espejo tiene una mancha de óxido en una esquina que parece un continente desconocido. Mi reflejo me devuelve una mirada de mapache insomne con ojeras que podrían contar historias de guerra. Me he puesto mi único abrigo bueno, uno rojo, de lana pesada. Me gusta cómo me queda. Es un rojo desafiante, un rojo que dice "no me rendiré", aunque por dentro sea un campo de batalla devastado. Oculta el desastre interno con cierta clase soviética, como si fuera una espía en una película de la Guerra Fría a punto de hacer el intercambio final en un puente neblinoso.

Anna duerme en el moisés. Un moisés blanco y ridículamente caro que robé del hospital con más culpa que técnica, fingiendo estar desorientada y buscando la cafetería. No llora. Está en paz. Su pecho sube y baja con un ritmo perfecto, sus labios diminutos forman una pequeña "o". Tiene ese tipo de paz que yo nunca he conocido, ni siquiera de niña. La paz de los inocentes.

Con un cuidado que no sabía que poseía, la levanto. Huele a leche y a esa fragancia indescriptible de los bebés, una mezcla de pureza y promesa de todo un futuro por delante. La envuelvo en una manta azul oscuro con pequeñas estrellitas plateadas bordadas, un regalo de una vecina anciana que cree que trabajo de noche como traductora. Otra mentira más en el tejido de mi existencia del cual ya no puedo salir por la buena manera sino escapar. La aprieto contra mi pecho. Su calor es un ancla y un veneno al mismo tiempo.

"Vamos, pequeña guerrera", le susurro al oído, y mi voz suena extraña, como si perteneciera a otra mujer. "Hoy es un día importante".

Salimos a la calle. Caminamos las cuatro cuadras que separan nuestro edificio —“nuestro”, qué palabra tan graciosa, como si fuera una herencia familiar y no un acuerdo precario con una mafia de bajo nivel que controla los alquileres del barrio— de la imponente torre Zieliński.

Sí, Zieliński. Krzysztof Zieliński. El hombre que debería odiarme con cada fibra de su ser. El hombre al que le vendí una empresa de biotecnología completamente ficticia, con un portafolio de patentes falsas y proyecciones financieras que dibujé una noche con ayuda de dos botellas de vino barato y una imaginación febril, más una estructura que armamos y desmantelamos con un socio en tiempo récord. Un golpe de casi dos millones de euros. Mi obra maestra. Mi pasaporte a una nueva vida que se evaporó tan rápido como llegó.

Pero él no me buscó con matones ni con un batallón de abogados con maletines de piel. Me encontró, sí, pero su arma fue una carta. Una sola hoja de papel de alta calidad, con su membrete personal, escrita a mano con una caligrafía elegante y firme donde se desmantelaba cada aspecto de mi ser en esta estafa y me ponía contra las cuerdas en las consideraciones de su equipo de abogados.

Lo correcto. Qué concepto tan dulce. Tan íntegro. Tan absolutamente incompatible con la totalidad de mi existencia. La gente como yo no hace "lo correcto". Hacemos lo necesario. Lo rentable. Lo que nos permite sobrevivir un día más.

La torre Zieliński es una monstruosidad de cristal y acero que se alza hacia el cielo gris de Varsovia como un dedo acusador. Es más elegante, más limpia y más sólida que la mitad de la ciudad junta. En la entrada, hay guardias de seguridad con trajes impecables y auriculares discretos, que te escanean con la mirada y probablemente pueden detectar tus niveles de colesterol a diez metros de distancia. Hay sensores de movimiento, cámaras con inteligencia artificial que, según los rumores, reconocen si mientes por la dilatación de tus pupilas. Pero también tiene algo más importante, algo que es mi única y desesperada esperanza: humanidad.




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