Tres horas después, estoy huyendo. No es una decisión meditada, no es un plan. Es un instinto animal, una reacción química que ha tomado el control de mi cuerpo. Huir. El verbo se conjuga en presente, en mis piernas que se mueven por inercia, en mis pulmones que queman como si estuviera respirando brasas, en la certeza punzante de que cada metro que me alejo de Varsovia es un metro más de seguridad para Anna. Mi seguridad no importa. Nunca ha importado realmente.
No sé hacia dónde voy. El concepto de "destino" se ha disuelto en un charco de pánico y adrenalina. Solo sé que mientras más lejos esté de esa ciudad, de esa torre de cristal, de ese sillón de terciopelo gris, más probabilidades tengo de no cometer el error más egoísta de mi vida: dar media vuelta y volver a por ella. Porque si vuelvo, si cruzo de nuevo esas puertas automáticas, si apenas escucho el eco de su llanto llamándome, lo arruinaré todo. Se acabaría la farsa de la madre abnegada. La tomaría en mis brazos, la olería, sentiría su peso contra mi pecho y saldría corriendo de allí, condenándola a una existencia errante, a una vida tan precaria y fraudulenta como la mía. Así que huyo, porque en la retorcida lógica de mi universo, quedarme y criarla sería infinitamente más cruel.
Estoy en la estación central, Warszawa Centralna, un monstruo de hormigón y tristeza, la más gris de todas las estaciones grises del mundo. El aire huele a metal, a prisa y a desesperación rancia. Multitudes de personas se mueven como un cardumen sin propósito, cada una envuelta en su propia burbuja de urgencia. Me abro paso entre ellas, un fantasma con un abrigo rojo que ahora parece un faro de advertencia. Llego a una taquilla y me pongo en la fila, manteniendo la cabeza gacha.
—¿Siguiente? —dice una voz monótona desde detrás del cristal blindado.
Levanto la vista. Una mujer con el pelo teñido de un rubio improbable y unas gafas que le resbalan por la nariz me mira sin verme.
—Un billete —digo, y mi propia voz me suena lejana—. El próximo tren que salga.
Ella ni siquiera parpadea.
—¿A dónde?
La pregunta me pilla desprevenida. ¿A dónde? A ningún sitio. A cualquier sitio.
—Lejos —respondo, y por primera vez en mucho tiempo, no estoy mintiendo.
Ella suspira, un pequeño sonido de fastidio profesional, y teclea algo en su ordenador.
—Hay uno a Białystok en diez minutos. Andén tres. Ciento veintiocho zlotys.
—Perfecto.
Le pago con el efectivo que tenía guardado en un bolsillo secreto del forro del abrigo, un fajo de billetes arrugados para emergencias. Esta, sin duda, califica como una. Tomo el trozo de papel térmico. Es mi salvoconducto al exilio.
Me siento en el vagón como una estatua, la espalda tan rígida que podría partirse, las manos entrelazadas sobre las rodillas con una fuerza que me deja los nudillos blancos. El corazón me late en una frecuencia extraña, un tamborileo sordo y pesado que no sé interpretar. Es el ritmo del luto o el del pánico. Quizás ambos. Me prohíbo a mí misma pensar. Pensar es una puerta de entrada al sentimiento, y sentir, ahora mismo, sería un suicidio emocional. Me concentro en detalles absurdos: la mancha de café en el asiento de enfrente, el patrón del tapizado desgastado, el zumbido de las luces fluorescentes.
Una mujer joven se sienta frente a mí. Lleva a una niña pequeña en brazos, de quizás un año. La niña tiene el pelo rubio y rizado, como un pequeño ángel de Boticelli, y balbucea algo ininteligible mientras juega con el collar de su madre. La madre me sonríe con amabilidad, esa complicidad tácita que a veces surge entre mujeres. Yo le devuelvo una mueca que pretende ser una sonrisa, pero que seguramente se parece más al rictus de un animal atrapado. Me mira con una leve desconfianza, como si pudiera oler en mí la pérdida, la leche que mi cuerpo aún produce para nadie, la ausencia antinatural de un bebé en mis brazos. La niña le agarra el cuello con sus dos manitas rosadas y regordetas y apoya la cabeza en su hombro.
Aparto la mirada bruscamente, como si me hubieran quemado. Miro hacia la ventana. Afuera, los edificios grises de los suburbios de Varsovia pasan como cuchillas, luego los campos helados, los bosques desnudos de invierno. Dentro de mí, algo se rompe con cada kilómetro que el tren devora.
Tengo una hija.
Tenía una hija.
No, no, no. La voz de mi conciencia, esa cabrona cínica que me ha mantenido viva, interviene. No la perdiste en un accidente. No te la arrebataron. La entregaste. Voluntariamente.
Y eso, de alguna manera, es infinitamente peor. No hay tragedia a la que culpar, solo una decisión. Mi decisión.
Empiezo a hacer un inventario mental de mis posesiones, un viejo truco para anclarme a la realidad. Un abrigo rojo manchado de culpa. Un billete de tren sin retorno. Una cuenta bancaria con ciento veintisiete zlotys y algunas monedas sueltas. Y una culpa que me atraviesa el cuerpo como una lanza oxidada y fría. Lo que no tengo: un futuro, un plan, dignidad, Anna.
El tren avanza, monótono, implacable. Me repito a mí misma que hice lo correcto. Lo repito una y otra vez, como un mantra que no sana ni consuela, pero que al menos me impide ponerme a gritar y llorar en público. Lo correcto. Lo correcto para ella. Lo correcto.
Pero lo correcto duele como el infierno. Un dolor físico, agudo, que se concentra en el pecho y me dificulta la respiración.
En la siguiente estación, una ciudad industrial cuyo nombre ni siquiera registro, bajo y subo a otro tren. Uno más viejo, más lento, más sucio. Huele a humedad y a repollo cocido. No tengo ningún plan, solo el impulso primario de desaparecer, de borrar mis huellas, de convertirme en un fantasma. Me siento entre campesinos que vuelven a casa y trabajadores somnolientos. Me convierto en una sombra más entre las sombras. Nadie me reconoce, nadie me mira dos veces. Soy invisible. Y esa invisibilidad me alivia y me destruye al mismo tiempo.