Papá por Contrato

CAPÍTULO 3: KRZYSZTOF

Son las cinco de la mañana. En punto. Y ya estoy despierto.

No es que sea un acto poético o una señal de que he alcanzado la iluminación espiritual. Nada de eso. Despierto porque mi cuerpo es una máquina alemana de precisión y mi reloj biológico tiene una puntualidad más fiable que todo el sistema ferroviario suizo. Llevo casi dos décadas levantándome a esta hora. La rutina es una amante exigente que no perdona ni un solo desliz. Y yo, por mi parte, tampoco.

A las 05:37 exactas ya medité, me duché y estoy vestido. El ritual es inmutable. Camisa blanca de algodón egipcio, planchada hasta la perfección. Me abotono con una eficiencia mecánica que haría llorar de orgullo a cualquier sastre polaco fallecido. Corbata gris oscuro, anudada con un nudo Windsor impecable. Nunca negra. El negro es para los entierros, los lunes y para expresar un duelo existencial que no tengo tiempo de sentir. Hoy es jueves, el día más productivo de la semana según mi matriz de rendimiento personal, un documento de Excel que reviso y actualizo trimestralmente. Es mi biblia.

A las 05:42, desayuno. O, más bien, ingiero combustible. Media banana, por el potasio. Cuarenta gramos de avena cocida con agua, por la fibra de liberación lenta. Y un espresso doble, solo, sin azúcar, sin leche y sin una pizca de fe. No creo en un Dios omnisciente, pero sí creo firmemente en el poder sagrado de la cafeína. Mientras mastico con la cadencia de un metrónomo, mis ojos escanean la pantalla de la tableta. Los informes financieros de la división de energía renovable. El rendimiento ha caído un 2.1% este trimestre. Inaceptable. Alguien en esa división va a tener un jueves particularmente desagradable. Pero no seré yo. Mi trabajo es detectar el problema, no sufrirlo.

Justo cuando estoy a punto de calcular la pérdida proyectada para el Q3 y decidir mentalmente a quién voy a decapitar corporativamente, escucho el sonido. Un sonido que no encaja en la sinfonía de mi mañana perfectamente orquestada. Pasitos. Minúsculos, rápidos, casi sigilosos. Es el sonido de dieciocho kilos de caos puro y adorable bajando las escaleras de mármol.

—Papáaaa…

La voz es un susurro cantado, como una cucharada de miel caliente derramada sobre documentos confidenciales de vital importancia. Es dulce, sí, pero lo desordena todo, lo pega todo, lo vuelve inservible para el mundo real.

Me detengo con la taza de espresso a medio camino de mis labios. Mi mandíbula se tensa. Mi agenda tiembla.

Es Anna. Cinco años de edad, tiene los mismos ojos color avellana que su madre —los mismos ojos que me engañaron con una maestría digna de un premio—, pero ha heredado, por alguna extraña lotería genética, el temperamento de un general soviético jubilado. Posee un poder que ningún ser humano debería ostentar: el poder de alterar mi agenda sin previo aviso y sin posibilidad de apelación. Y lo peor de todo: lo ejerce con una gracia y una naturalidad que me desarman por completo.

—Ya has desayunado —le digo, sin mirarla. Es una táctica de defensa. Intento mantenerme firme, disciplinado, frío. Como corresponde a un adulto responsable que lidera cinco empresas de un conglomerado internacional y ha ganado dos juicios contenciosos contra gobiernos extranjeros. A veces me reprocho si no debería acostumbrarla a que inicie el día una pizca más tarde de lo que viene imitando de mi comportamiento.

Ella ignora mi tono y mi postura. Se sube a mi regazo sin pedir permiso, como si fuera un mueble de su propiedad, un sillón emocional de uso exclusivo y permanente. Su pijama de unicornios huele a jabón de lavanda y a sueño.

—No me has dado los buenos días como se debe —dice, con un tono de reproche solemne.

—Buenos días, señorita Anna Zieliński. ¿Satisfecha?

—No del todo. ¿Qué día es hoy?—pregunta imitando el tono de alguna caricatura de canal para niños, mientras me quita la tableta de las manos y la deja en la mesa con un decidido "clac".

—Hoy es jueves. Tengo una reunión con el directorio a las 09:00, una visita a la planta de reciclaje a las 11:15, y una entrevista con la televisión pública a las 17:00. Y tú, por tu parte, tienes jardín de infantes a las 08:30. Tu agenda también es importante.

Ella niega con la cabeza, su pelo castaño y fino bailando a su alrededor.

—Te equivocas, papá. Hoy no es jueves de reuniones. Hoy es jueves de crononacion.

¿De qué?

Y sin más, agarra una servilleta de papel de la mesa, la dobla con una concentración impropia de su edad y se la pone en la cabeza como si fuera la mismísima corona de diamantes de la reina de Inglaterra.

Respiro hondo. Lento. Inhalo por la nariz, cuento hasta cuatro, exhalo por la boca. Es una técnica de gestión de la ira que aprendí en un seminario carísimo en Zúrich. El oxígeno tiene que convencerme de no explotar en una lluvia de frustración y horarios rotos.

—¿Coronación? —pregunto, con la voz más neutra que puedo fingir. Quizá también para corregirle lo que me acaba de decir.

—Sí. Soy la reina Anna I de la Casa de los Juguetes Perdidos. Y tú eres mi leal corcel, ¡levántate, perezoso!

Me quedo en silencio por un momento. Mi cerebro, que minutos antes estaba procesando algoritmos de riesgo y proyecciones de mercado, ahora intenta asimilar esta nueva realidad.

—Gracias por el ascenso —digo, finalmente.

A veces, en momentos de debilidad como este, me pregunto cómo demonios terminé en esta situación. Cómo pasé de controlar un holding multinacional desde un despacho con vistas panorámicas a tener una servilleta arrugada sobre la cabeza y una hija que insiste en llamarme "Sir Seriote" cada vez que jugamos a la princesa secuestrada por el dragón (que suele ser el perro, un golden retriever llamado Batory al que ella viste con alas de cartón). La respuesta es simple y compleja a la vez: confié en una mujer, una estafadora brillante llamada Lena Karwowska. Luego, esa misma mujer me dejó un bebé en un sillón de mi propio edificio, como si fuera un paquete de Amazon. Y ahora, cinco años después, vivo con la única mujer en el planeta que no quiere robarme el alma, el apellido ni el código PIN de mi cuenta bancaria suiza. Solo quiere que sea su caballo.




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