Soy la mujer que limpia casas y que limpia su alma…
Me llamo Marta Lewandowska. O al menos eso es lo que dice mi carnet de residente temporal, un documento plastificado con una foto mía en la que parezco sorprendida por mi propia existencia. En la práctica, en el fondo de mi alma cansada, sigo siendo Lena Karwowska, la ex estafadora más eficaz de Varsovia, ahora reconvertida en una experta en el arte de doblar la ropa interior ajena con la delicadeza de una geisha con tendinitis crónica.
Vivo en una ciudad que no es la mía, en una casa que definitivamente no es mía, bajo un nombre que tampoco me pertenece. Es como si mi vida fuera un programa de protección de testigos, pero sin testigos y sin protección. Solo yo y mis fantasmas.
Llevo cinco años viviendo como un personaje secundario en la vida de otros. Soy la cuidadora de casas, la “housesitter” profesional. Una figura fantasmagórica que habita los espacios vacíos que dejan los ricos cuando se van de viaje a las Maldivas, a Nueva Zelanda o a algún otro lugar exótico que suena a Mordor. Me dejan listas de instrucciones escritas con una caligrafía que delata una personalidad psicopática: “Regar las suculentas del salón (NO las de la ventana de la cocina, esas son falsas, un experimento social de nuestro hijo tiktoker)”, “No usar el bidé como lavadero de medias de lana, es un artefacto argentino carísimo importado” (lo hice una sola vez, fue una emergencia textil), y mi favorita: “Por favor, no le hables a Alexa, ella no contesta a preguntas existenciales” (mentira, un día le pregunté por qué había abandonado a mi hija y me contestó con una voz metálica y compasiva: “Lo siento, no entiendo esa consulta”. Casi le doy las gracias por la empatía, pero luego encontré algo parecido a terapia en Chat GPT).
Mi rutina diaria es tan deprimente que hasta Netflix se aburriría y se pondría en modo de ahorro de energía si lo dejara encendido mucho tiempo. Me levanto a las seis de la mañana, no por convicción ni disciplina, sino porque el perro de los vecinos, un beagle con problemas de ansiedad llamado Zygmunt, ladra como si fuera un fiscal interrogándome. Desayuno lo que encuentro en la despensa de mis empleadores de turno; a veces es arroz inflado orgánico, a veces es una lata de sardinas caducada, y una vez, solo una, fue un sorbo de vino blanco vencido que me dejó un regusto a derrota y a uvas tristes. Limpio, cuido las plantas, limpio otra vez, hablo con los gatos y por las noches, cuando la casa cruje y el silencio se vuelve denso, me permito una sola cosa: llorar sin hacer ruido. Es un llanto silencioso, de mandíbula apretada, el tipo de llanto que no busca consuelo, solo desahogo.
Al principio, en mi infinita ingenuidad, pensé que me adaptaría. "Una nueva vida, Lena…sin ser Lena", me decía a mí misma. "Puedes empezar de cero. Ser otra persona". Sí, a veces me hablo en segunda persona, como una de esas coach de YouTube venidas a menos que te prometen el éxito si repites afirmaciones frente al espejo. Pero el problema es que el cero no existe cuando una ha dejado atrás algo tan real, tan tangible, tan absolutamente fundamental como una hija. No se empieza de cero. Se empieza desde la culpa. Desde la herida abierta. Desde el agujero exacto que dejaste en el universo donde una vez estuvo tu corazón, ahora doblado y guardado con una etiqueta que dice “NO TOCAR, FRÁGIL”. No empiezo desde el cero, sino desde el menos diez.
Me he mudado al menos doce veces en estos cinco años. De Cracovia a Breslavia, de Poznań a un pueblo costero tan pequeño que no aparecía en los mapas. A veces me descubren; algún vecino curioso que investiga mi pasado, algún antiguo "cliente" que me reconoce en un supermercado. A veces me hundo en mi propia miseria y necesito huir. A veces, simplemente, me aburro de la vida de otros y de sus ridículas instrucciones.
Pero esta casa… esta casa en las afueras de Gdansk me ha atrapado. Llevo seis meses aquí. Los dueños son una pareja de bioarquitectos que creen en el poder curativo de los cuencos tibetanos y tienen tres gatos persas que, según ellos, son veganos. Sí, veganos. Les preparan platos de tofu con calabaza y espirulina. Los gatos, como es natural, me odian con un odio ancestral. Me escupen desde la cima de la nevera de acero inoxidable. Me juzgan con sus ojos planos y amarillos desde los muebles flotantes de diseño escandinavo. Un día, el líder de la manada, un macho gris llamado Platón, se subió a mi cama y me meó los calzones. En ese momento no sentí rabia. Sentí que era Dios, o el universo, dándome una señal inequívoca de que mi vida era un desastre.
Pero todo cambia un jueves.
El jueves es mi día oficial de reabastecimiento. Bajo al pueblo, compro arroz, galletas de avena y mi dosis semanal de veneno para el alma: la última novela de chismes más sensacionalista que encuentro escrita por una tal Luisa Vila. Leer estos culebrones me hace sentir, por unos minutos, que no soy la única persona en el planeta que ha tomado una serie de decisiones catastróficas. Me siento en un banco de la plaza, bajo un sol tímido de primavera. Empiezo a leer sobre la última crisis matrimonial de una protagonista que empieza su historia de manera turbulenta, pero al cabo de diez minutos ya estoy chismoseando en las noticias de redes sociales de mi móvil. Y entonces, la veo.
Revista digital MAGNATES. En la sección de "Sociedad".
El titular reza: “KRZYSZTOF ZIELIŃSKI, EL EMPRESARIO POLACO QUE CONQUISTA EUROPA CON SU MODELO DE RESPONSABILIDAD SOCIAL, JUNTO A SU ENCANTADORA HIJA EN EL EVENTO ANUAL DE TECNOLOGÍA INFANTIL DE VARSOVIA.”
Mi cerebro se congela. Las palabras flotan, pero no tienen sentido. La imagen tarda tres segundos eternos en cargar en mi conciencia, como una fotografía revelándose lentamente en un cuarto oscuro. Pero ahí está. Ella.
Anna.
Mi Anna.