Papá por Contrato

CAPÍTULO 5: LENA

La novela cae de mis manos mientras miro el móvil. El aire se escapa de mis pulmones. El mundo a mi alrededor se vuelve un borrón desenfocado. Lleva un vestido amarillo, un color que siempre me ha gustado, un vestido que yo jamás podría haberle comprado. Tiene un peinado perfecto, dos trenzas gruesas y brillantes. Y está sonriendo.

No. No es una simple sonrisa. Está irradiando. Es una explosión de luz, una supernova de felicidad infantil.

Se parece a mí. Tiene mi nariz, ligeramente respingona. Tiene mis orejas, un poco separadas de la cabeza (pobrecita, esa es mi culpa genética). Pero también tiene la mirada profunda de él, de Krzysztof, una manera de mirar como otros aspectos de su personalidad que seguramente ha incorporado con el pasar de estos años. Es la mirada de una niña que se siente segura, amada, feliz. Tan obscenamente feliz que me duele en los dientes. Me duele en el alma. Porque yo no estoy ahí. Porque no fui yo quien la peinó esa mañana. Porque no fui yo quien la llevó a ese evento. Porque me la he perdido. Me he perdido sus primeros pasos, sus primeras palabras, sus caídas, sus canciones inventadas. Me he perdido todo.

Cinco años. Cinco años de silencio, de huida, de doblar calcetines ajenos. Y esa sonrisa en una página de papel couché me parte al medio como un rayo.

En ese banco, rodeada de bolsas de supermercado y a cargo de unos gatos veganos durmiendo en una mansión de terapeutas holísticos, tomo la decisión más importante, la más aterradora y la más necesaria desde que abandoné esa torre de cristal hace una eternidad.

Voy a volver.

Sí. A Varsovia. A buscarla.

Mi mente se acelera...

—¿A decirle qué?—me pregunto en voz alta, y una señora que pasea a su caniche me mira con recelo.

No tengo ni la más remota idea. ¿Qué se le dice a una hija a la que abandonaste? “Hola, soy tu madre, la que te dejó en el sillón de un tipo que me desenmascaró y estaba a punto de arruinarme la vida. Por cierto, ¿qué tal el colegio?”. Es absurdo.

Tal vez solo voy a mirarla de lejos. Como una acosadora sentimental. Tal vez voy a intentar contarle todo, aunque no sé por dónde empezar. Tal vez solo necesito quedarme parada a una cuadra de su vida y saber que sigue ahí. Que no me odia (o que si me odia, tiene derecho a hacerlo). Que respira el mismo aire que yo.

Pero vuelvo. Es una certeza, la primera que he tenido en años.

Empacar es fácil cuando todo lo que posees cabe en una valija con el cierre defectuoso y una mancha de origen desconocido. Dejo una nota para los bioarquitectos: “Gracias por todo. Los gatos necesitan más proteína de la que provee la espirulina. Con cariño, Marta”. Meto mis pocas prendas de ropa. Y me pongo mi abrigo rojo. El mismo abrigo. No por nostalgia barata. Sino porque es el único que me queda bien, el único que no huele a desinfectante de pino y el único que me recuerda a la mujer que fui, la que tenía el valor de tomar decisiones, aunque fueran las equivocadas.

En el bolsillo interior, guardo la carta. La primera carta que le escribí esa noche terrible en aquel hostal. La he reescrito mentalmente tantas veces que ya no sé cuál es la versión verdadera. La hoja de papel original está arrugada y desgastada, como mi autoestima.

Así, antes de poner un pie fuera, me dirijo al lugar donde sé que el matrimonio guarda sus ahorros y me meto unos cuantos billetes en el bolsillo seguido de un reloj caro y un par de aretes que me servirán para hacerme de algunos fondos.

Tomo el tren al anochecer. Soy dramática, sí, lo admito. Pero también es porque hay un jugoso descuento en los billetes para viajes nocturnos, y mis finanzas están en un estado de perpetua crisis humanitaria porque solo cuento con lo que llevo en los bolsillos.

En el vagón, me siento junto a una mujer anciana que come pepinillos en vinagre directamente del frasco, usando una cuchara. No intercambiamos ni una palabra en todo el trayecto. Su presencia me resulta extrañamente reconfortante. Me recuerda que el mundo está lleno de rarezas, de pequeñas tristezas y alegrías privadas, y que yo solo soy una rareza más en el gran circo de la vida.

Durante el viaje, mi cerebro, ese traidor hiperactivo, se dedica a proyectar todos los escenarios posibles, como si fuera un cineasta loco:

Escenario A (la fantasía de Hollywood): Anna me ve a través de la multitud. Sus ojos se abren de par en par. Grita “¡Mamá!” y corre hacia mí a cámara lenta. Nos abrazamos mientras una música instrumental de violines suena de fondo y la gente a nuestro alrededor aplaude conmovida.

Escenario B (el realismo pesimista): Ella me ve, pero no me reconoce. Su mirada pasa sobre mí sin detenerse. Sigo caminando, convirtiéndome de nuevo en una sombra, en un fantasma invisible en su vida feliz.

Escenario C (la catástrofe justificada): Ella me ve. Me reconoce. Sus ojos se llenan de odio. Se acerca y me escupe en la cara.

Estoy dispuesta a aceptar los tres. Incluso una extraña combinación de los tres a la vez.

Llegar a la estación central de Varsovia es como volver a la escena de un crimen del que fuiste cómplice y víctima al mismo tiempo. Cada rincón, cada calle, cada edificio me grita: "Aquí fallaste". "Por aquí huiste". "En esa torre dejaste tu corazón". Me bajo del tren como si estuviera cruzando un campo minado, con el cuerpo tenso y la mirada huidiza. No porque tema que alguien me siga. Sino porque siento que la propia ciudad aún tiene el poder de castigarme.

Consigo alojamiento en un hotel barato cerca de la estación, uno de esos lugares con moho vintage en las paredes del baño y un olor permanente a nostalgia y desinfectante. Me ducho con un chorro de agua tibia que va y viene como la dignidad a lo largo de mi vida. Me pongo una falda decente, la única que tengo, y una blusa limpia. Me maquillo lo justo. No quiero parecer la loca de los gatos veganos que viene a secuestrar a una menor. Quiero parecer... no sé. Alguien que podría haber sido una madre. Alguien que todavía lo está intentando.




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