05:45 AM
Despierto antes de que suene la alarma de mi teléfono. Mi cuerpo, esa máquina traidora y eficiente, ha decidido que dormir más allá de las seis de la mañana es un lujo decadente reservado para los artistas menos disciplinados y los desempleados. No me despierto porque tenga un alma poética conectada con el universo ni porque los pájaros canten odas al amanecer en mi ventana. Despierto porque tengo la vejiga de un señor de noventa años y el control obsesivo de un francotirador suizo que ha bebido demasiado café. Me levanto. Me visto en la penumbra. El ritual es sagrado, inmutable. Procedo con mi ropa de gimnasia.
6:05 AM
Paso al gimnasio del edificio para hacer una hora de cardio en ayunas. Es óptimo para las endorfinas y empezar el día con la mayor atención posible mientras escucho un audiolibro sobre empoderamiento y economía del tiempo para luego de sudar la gota gorda y definir la musculatura, paso a la ducha.
7:25 AM
En siete minutos exactos estoy planchado, perfumado (una estela leve, cítrica, casi clínica, que dice "soy eficiente, no tu amigo") y bajando las escaleras hacia la cocina. El silencio de la casa es mi santuario.
07:35 AM
Mi desayuno es una obra de arte del anticlimax culinario. Avena cocida con agua, media banana en rodajas simétricas, y un espresso doble, solo, sin azúcar, sin leche, sin sentimentalismos. Mientras mastico con la cadencia de un metrónomo, mis ojos escanean las portadas de tres diarios digitales internacionales en mi tableta. Economía, política, catástrofe. Lo habitual. La economía mundial se tambalea, la política global arde en un infierno de incompetencia, y el clima nos asesina lentamente con una sonrisa de invernadero. Nada nuevo bajo el sol. Me limpio la comisura de la boca con una servilleta de lino y organizo mentalmente mi agenda del día con la precisión de un cirujano cardíaco robótico. Cada minuto tiene un propósito. Cada hora, un objetivo.
7:50 AM
Hora de despertar a Anna con su rutina de hoy.
8:15 AM
Anna está duchada, perfumada y repasamos las tablas de multiplicar para su estímulo cognitivo para luego proceder a su desayuno.
08:55 AM
Salimos hacia la escuela de arte. He revisado tres veces que Anna lleve todo lo necesario para su clase. Lápices de colores ordenados por espectro cromático, témperas no tóxicas, y su cuaderno de dibujo con la portada intervenida por ella misma. Es un collage caótico de purpurina, pegatinas de dinosaurios y un recorte de mi cara de una revista de negocios al que le ha dibujado un bigote de pirata. “Es mi portafolio profesional”, lo llama, con la seriedad de un CEO presentando sus resultados anuales. Tiene cinco años y un ego que ya supera en confianza bursátil al de la mayoría de los ejecutivos que conozco.
Durante el trayecto en coche (el cual no es muy largo ya que los sábados el tráfico se descomprime y la escuela es cercana a casa), Anna decide que es el momento ideal para un concierto íntimo. Hoy, el tema es una cebra que se niega a bañarse porque, según la letra, “las rayas se le destiñen con el jabón”. No tengo ni la más remota idea de dónde saca estas cosas, pero a mí me toca ir al volante, sorteando el tráfico de Varsovia, escuchando versiones jazzísticas de animales con problemas de higiene mientras trato de no atropellar a ningún peatón.
—Papá —me pregunta de repente, interrumpiendo un solo de batería imaginario que está haciendo sobre el salpicadero—. ¿Las cebras tienen nombre?
Pienso mi respuesta. Podría decirle "Claro que sí, cariño, como Zola o Celia". Pero mi cerebro no funciona así.
—Sí, claro que lo tienen —respondo, con total seriedad—. Todas se llaman “Problema Fiscal”. Cuando crees que el camino debería ser liso y sencillo de procesar, descubres que al final hay siempre una mancha nueva.
Ella se queda en silencio un segundo, procesando la información. Luego, suelta una carcajada tan pura y sonora que llena el coche por completo. Se ríe hasta que le faltan el aire y unas pequeñas lágrimas asoman en sus ojos. Me mira como si yo fuera el comediante más brillante del mundo, y no un hombre emocionalmente devastado que tuvo que aprender a amar de nuevo gracias a una niña con trenzas y un sentido del humor surrealista. En ese momento, valoro mi existencia entera por esa risa.
09:15 AM
Llegamos a la escuela de arte, Małe Arcydzieła, quince minutos de su ingreso. Ella salta del coche como si fuera una celebridad llegando al festival de Cannes. Con su mochila rosa de unicornios, su abrigo rojo y una seguridad en sí misma que aterraría a cualquier negociador de rehenes profesional. Antes de entrar, se gira, se pone de puntillas y me da un beso rápido en la mejilla.
—¡Te amo como un dinosaurio herboniro ama comer plantitas, papi!—me grita con un cantito, que es su máxima expresión de afecto.
—Yo te amo como un conejo herbívoro ama comer plantitas, hija. Que tengas un buen y creativo día.
Luego, sin mirar atrás, entra al edificio.
Miro el reloj de la consola del coche.Misión cumplida. Niña entregada en su puesto de creación artística. Puntual. Eficiente. Exitoso.
No pongo en duda alguna que Anna le da el máximo sentido a cada día de mi vida.