09:18
Un imprevisto me entra como notificación en el tablero del coche. Qué bueno.
Saco mi teléfono y envío un escueto mensaje de audio a mi asistente personal, Irena, cuya paciencia debería ser estudiada por la ciencia.
—Irena, buenos días. Aplaza la reunión con el comité estratégico hasta el lunes a primera hora. Ha surgido un imprevisto. Tengo que ir a soportar otra clase de tortura social esta mañana con el matrimonio Krol.
Fin del mensaje.
No espero su respuesta. Sé que se encargará.
09:40
La tortura social tiene doble nombre y un solo apellido: Zuzanna y Marek Krol. Me reciben en su penthouse, un espacio minimalista tan blanco y estéril que parece el interior de un iPhone gigante. Zuzanna es la CEO de una farmacéutica que se ha hecho de oro inventando vitaminas con forma de ositos de goma. Marek, su marido, tiene el aura ambigua y la sonrisa de tiburón de un tipo que alterna entre el comercio de criptomonedas y las relaciones abiertas. Me ofrecen whisky japonés de dieciocho años a las diez de la mañana.
—Un poco temprano para mí—digo, sonriendo falsamente.
—Nunca es demasiado temprano para celebrar el éxito, Krzysztof —responde Marek, sirviéndose una cantidad generosa.
—Entonces permítame un vaso de agua. Con hielo. —No es por cortesía. Es una declaración de principios. Estoy aquí para hacer negocios, no para calentar motores con ustedes.
Nos sentamos en un sofá de cuero blanco que seguro ha sido adquirido con algún diseño de autor en el corte más sofisticado. Zuzanna se sienta frente a mí y comienza a hablar de negocios con la blusa estratégicamente desabrochada hasta la médula espinal. Marek, por su parte, me comenta con aire de superioridad intelectual que admira profundamente mi “capacidad para mantenerme al margen del ruido emocional del mercado”. Yo asiento, con la misma expresión que pongo cuando Anna me explica las reglas de un juego que acaba de inventar. Entiendo perfectamente lo que está pasando. Esto no es una reunión de negocios. Es una audición. Están tratando de invitarme a un trío corporativo con cláusulas de confidencialidad y, probablemente, algún tipo de aceite de masaje exótico, lo cual hace que se me caigan las cartas de la paciencia en cuanto lo enuncia directamente sin un ápice de sarcasmo ni temor:
—Estamos pensando en un modelo de alianza estratégica mucho más... íntimo —dice Zuzanna, cruzando las piernas con la lentitud deliberada de un anuncio de perfume caro.
Me inclino hacia adelante, apoyo los codos en mis rodillas y los miro a ambos, uno por uno. Dejo que el silencio se asiente en la habitación por unos segundos.
—Y yo estoy pensando en comprar su empresa por la mitad de su valor de mercado actual si siguen perdiendo participación en el sector infantil frente a la competencia alemana —respondo, con una sonrisa tensa, quirúrgica, que no llega a mis ojos—. Pero su propuesta de intimidad es... fascinante. La tendré en cuenta cuando negocie la liquidación de sus acciones.
La sonrisa de Zuzanna se congela. Marek deja de hacer girar el hielo en su vaso. Por mi parte, me inclino hacia adelante incorporando los codos en mis rodillas:
—La fama les antecede y conozco claramente lo que harán una vez que cerremos nuestra negociación, o mejor dicho, la condición que querrán ponerme de por medio. Lamentablemente, o afortunadamente, no es mi estilo de negociar. No soy tan divertido, pero sí tengo mis propias condiciones para cerrar tratos eficientes.
Salgo de allí ileso, dejando tras de mí un silencio incómodo y el olor a victoria. No me sorprende. Las personas hermosas y superficiales me inspiran lo mismo que los derivados financieros de alto riesgo: una mezcla de curiosidad, desconfianza y unas ligeras náuseas.
12:00
Regreso a mi despacho. A mi fortaleza de cristal y acero. Respondo diecisiete correos electrónicos urgentes. Despido a un becario del departamento de marketing por escribir “aiga” en un informe oficial. Envío una canasta de frutas gigante al hospital pediátrico de Varsovia, como hago todos los sábados. Llamo al jardinero para darle instrucciones precisas sobre cómo recortar el seto del jardín con la forma de dragón que Anna diseñó en una presentación de PowerPoint. Trabajo, produzco, analizo, planifico. Mi día transcurre como una orquesta perfectamente afinada, cada instrumento tocando su parte en la sinfonía de mi vida controlada.
14:00
Regreso a Małe Arcydzieła. Ella ya debería estar saliendo. Estaciono el coche justo frente al edificio, en un lugar prohibido que mi estatus me permite ocupar impunemente. Apago el motor. Miro la puerta de colores. Me preparo emocionalmente para el impacto de felicidad que siempre me genera verla correr hacia mí con purpurina pegada en la cara y manchas de témpera hasta en las orejas.
14:07
La puerta se abre. Y ahí está. Mi Anna. Con un cuadro enorme debajo del brazo. A primera vista, parece un unicornio llorando desconsoladamente en medio de un buffet libre para abogados. Es abstracto. Es inquietante. Es maravilloso.
—¡Papááá! ¡Ganamos una medalla de madera! —grita desde la acera, agitando una pequeña medalla atada a una cinta de colores, arrastrando el listón amarillo que le hice hoy en el pelo, ahora a medio deshacer.
Salgo del coche y la abrazo. Me envuelve con sus brazos pequeños y me aprieta con todas sus fuerzas. Huele a pintura y a galletas. Me muestra el dibujo con un orgullo desbordante.
—Votaron entre todos los niños y los profesores, y mi unicornio triste ganó “el premio a la obra más original y con más sentimientos” —me cuenta, con la voz entrecortada por la emoción.
—Te felicito, mi amor. Es una obra maestra. Nadie en la historia del arte había logrado representar un colapso nervioso existencial con crines de color lila de una forma tan conmovedora —le digo, totalmente en serio.
Ella me mira primero con pinta de que no ha entendido ni madres de lo que le he dicho, pero luego ríe. Esa risa que es mi ancla. Me da un beso pegajoso en la mejilla. Me alcanza una flor de papel que ha hecho para mí. Y justo cuando estoy por decirle que vamos a celebrar su triunfo artístico con su helado favorito, el de doble chocolate con virutas de arcoíris, la veo.