Dos años después de la boda, la vida en Yellowknife era un sueño hecho realidad. El pueblo, que alguna vez estuvo marcado por el miedo y la corrupción, había florecido como un jardín que por fin recibe la luz. Las calles estaban llenas de color, los negocios prosperaban, y la comunidad se había convertido en una familia extendida. La clínica, ahora dirigida por Jim y otros profesionales comprometidos, era un faro de esperanza. Los días grises y las sombras del senador Prescott eran solo un recuerdo lejano, como una página que ya no dolía al pasar.
En la casa de Owen y Amanda, la felicidad había echado raíces profundas y fuertes. No era una felicidad ruidosa ni perfecta, sino una que se construía día a día, con paciencia, con ternura, con fe. La casa, rodeada de árboles y risas, era testigo de una historia que había comenzado con dolor y que ahora se escribía con amor.
Una tarde de verano, el aire estaba lleno de risas. Jenna, ahora de diez años, corría por el jardín con una sonrisa radiante. Sus mofletes, ahora un poco más afilados, aún conservaban la inocencia de su niñez. Su cabello ondeaba al viento, y sus pasos eran ligeros, como si la tierra la abrazara con cada salto. Owen, sentado en el porche, la observaba con una ternura que le hacía palpitar el corazón. Amanda, con una barriga que revelaba un secreto maravilloso, le sonreía a su marido con esa mirada que solo tienen las mujeres que han aprendido a amar sin miedo.
—¿No es increíble cómo ha cambiado todo? —dijo Amanda, su voz suave y llena de emoción.
—Increíble —respondió Owen, y le tomó la mano. Sus dedos se entrelazaron, una conexión que se había vuelto más fuerte con el tiempo—. Aún no me creo que todo esto sea real.
Y lo decía en serio. Owen, que había llegado a Yellowknife con el alma rota, ahora era un hombre completo. No perfecto, pero sí consciente de su valor. Había aprendido a perdonarse, a construir, a confiar. Amanda, por su parte, ya no era la mujer que vivía en alerta constante. Había descubierto que el amor no era una batalla, sino un refugio. Juntos, habían crecido. Juntos, habían sanado.
Jenna se acercó a ellos, con el rostro encendido por la emoción.
—¿Cuándo nacerá mi hermanito? —preguntó, con los ojos brillando de anticipación.
—Pronto, mi amor —respondió Amanda, acariciándole la mejilla—. Muy pronto.
Jenna se sentó en el regazo de Owen, su cabeza recostada en su hombro.
—Papá —dijo, con una voz que era una mezcla de amor y dulzura—. ¿Lo amarás tanto como a mí?
El corazón de Owen se derritió. Le dio un beso en la frente y la abrazó con fuerza.
—Te amo con todo mi corazón, mi princesa —dijo, con la voz quebrada por la emoción—. Pero el amor no se divide. Se multiplica. Amar a tu hermanito no me hará amarte menos. Solo me hará amarlos a los dos más.
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Una semana después, la vida de Owen y Amanda cambió para siempre. La pequeña clínica del pueblo, que alguna vez fue un lugar de dolor y corrupción, ahora era el escenario de un nuevo milagro. Un milagro llamado Liam.
Amanda dio a luz en una sala cálida, rodeada de manos amigas y palabras de aliento. Owen, nervioso pero firme, no se apartó de su lado ni un segundo. Cuando tuvo al pequeño Liam en sus brazos, sintió una emoción que no se podía describir con palabras. Era como si todo lo vivido hasta entonces —el dolor, la pérdida, la búsqueda— hubiera tenido sentido solo para llegar a ese momento.
La vida, que una vez había sido un desierto, ahora era un oasis.
Amanda, exhausta pero feliz, lo miraba con una sonrisa que le iluminaba el alma. Sus ojos, llenos de lágrimas, reflejaban gratitud, plenitud, amor.
Jenna, con sus ojos llenos de lágrimas de felicidad, se acercó a la cuna.
—Es tan bonito, mami —dijo, y le tomó la mano al bebé con una dulzura que conmovió a todos—. ¿Lo puedo cargar, papá?
Owen, con el corazón en un puño, le entregó a Liam. Jenna, con una destreza sorprendente, lo acunó en sus brazos.
—Bienvenido a la familia, Liam —susurró, con una voz que era una promesa—. Yo soy tu hermana mayor. Y te voy a cuidar mucho.
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Owen miró a su alrededor. Amanda, con la sonrisa de una madre radiante. Jenna, con la ternura de una hermana mayor. Liam, el bebé que sellaba su destino. El pasado, con sus dolores y sus sombras, se había desvanecido. El futuro, que alguna vez había parecido incierto, ahora era un lienzo en blanco, lleno de promesas y sueños.
La historia de Owen, Amanda y Jenna no era solo una historia de amor. Era una historia de segundas oportunidades, de redención, de la magia de la familia. Era la prueba de que incluso los corazones rotos pueden volver a latir, si se les da tiempo, ternura y fe.
Esa noche, mientras el cielo se llenaba de estrellas y el viento acariciaba los árboles, Owen se sentó junto a Jenna en el porche. Ella, con la cabeza apoyada en su hombro, le susurró algo que él nunca olvidaría.
—Papá… ¿recuerdas lo que te dije una vez? Que la magia, los cuentos de hadas y la fe son cosas que las personas deben mantener.
Owen la miró, con los ojos brillando.
—Lo recuerdo, mi amor.