Papá Soltero

CAPÍTULO 2: YOAN

 

Tiempo más tarde…

 

El reloj suena a las cinco de la madrugada y comienza el día. Para esta época del año, ya está amaneciendo en Ushuaia, la ciudad del fin de mundo, “The End Of The World” como le dice todo el plantel de turistas. Por la tarde debo tomar un vuelo de regreso a Madrid con escala en Buenos Aires, Argentina, en el aeropuerto de Ezeiza y eso me implicará un extenso viaje de catorce horas, más la diferencia horaria de cinco horas más tarde que es lo que sucede en el pase de un hemisferio al otro.

Los vuelos me agotan mucho y más cuando son tan largos en tan poco tiempo, apenas hace tres días estuve en Santiago de Chile, hoy en Ushuaia y mañana en Madrid. Siempre me prometo a mí mismo que adelantaré trabajo una vez esté arriba del avión, pero lo cierto es que entre una cosa y la otra, suelo acabar agotado y no funciono al cien por ciento. Anoche me dormí temprano, pero llevo largos años levantándome a esta hora, aún con el cambio de horario, mi ritmo circadiano parece adaptarse de inmediato al reloj local, lo cual no es buena señal que mi organismo no sienta el jetlag. Pero es mejor así, considerando las otras dificultades extra.

En mi móvil tengo ya un mensaje de comienzo del día de parte de mi coach quien me advierte que ya es hora de empezar. Le pago fortunas, así que mínimo, un mensaje de buenos días es algo que parece pequeño, pero que me ayuda bastante a elevar mis niveles de dopamina al menos recién iniciado el día.

Ando por la habitación, elevo la cortina usando el control y observo desde lo alto del hotel todo el cordón de la bahía y la pequeña ciudad que circunda el espacio. El canal de Beagle está a un lado y montes Martial del otro con sus picos nevados en un paisaje brutal.

Mientras que esta ciudad está entrando en verano, Madrid está entrando en invierno, otro asunto a tener en cuenta. Aún así, vengo de treinta grados en Santiago a quince grados en Ushuaia, otro aspecto que colabora un poco en mis humores y debo mantener las defensas altas para evitar enfermarme.

Tras una meditación guiada que recibí de parte de mi coach para escuchar desde Spotify, me tomo una deliciosa ducha de agua caliente, busco mi computador, los auriculares y bajo al buffet a desayunar. Podría pedir que me lo suban a la habitación Senior, pero no me viene mal cambiar un poco los ambientes.

Al pasar por recepción, me saluda la persona del ingreso.

—Good morning, Mr. Yvanov.

—Hey. Thanks—le contesto. No me incomoda el inglés, desde que vivo en Madrid casi todo es español, pero entiendo que la gente al verme piense que soy de Reino Unido, muchas veces no distinguen entre un británico de alguien que no lo es. Desde que me fui de Kiev, tuve que aprender a manejar fluido tanto el inglés como el español, dos idiomas que ya usaba por razones laborales, pero no en la vida diaria.

Una vez en el restaurante, me ubico en una de las mesas. Pido a una persona encargada si me pueden retirar el resto de los lugares que no ocuparé, dejando solo mi taza y utensilios para poder disponer la computadora. Aún quedan veinte minutos para la reunión. Minutos que ocupo en servirme el desayuno acorde a la dieta que me envió antes mi preparador físico sin reemplazar el bendito café que me ayuda cada mañana.

Aprovecho para escuchar un audiolibro mientras tomo desayuno, uno con el que me enganché durante el último vuelo y lo tomé por recomendación de un retiro espiritual que hice hace unos fines de semana atrás.

A menos de cinco minutos de que deba iniciar mi primera reunión para luego tener que salir hasta el ciclo de conferencia que organiza la entidad que me trajo hasta esta ciudad, se aparece el tipo de personal que me crucé recién.

—¿Mr. Yvanov? Sorry, but…

—Puedes hablarme en español—le digo, ajustando un poco la mirada para ver su nombre en la plata de su uniforme—, Alan.

—Oh, disculpe. Sí. Es que hay alguien que ha venido a buscarle. Está en recepción.

—¿Qué?—miro la hora en mi computador y luego le pido a él, temiendo haber configurado mal el cambio horario, aunque este se hace de manera automática al pasar de un lugar a otro—. Disculpa, Alan, pero puedes decirme qué hora es.

—Las seis con quince minutos—me comunica, observando un reloj en la pared.

—Entonces no estoy esperando a nadie.

—Disculpe, ahora le pido que se retire.

—Aguarda, Alan. ¿Puedes decirme de quién se trata? ¿Reportó su nombre al menos?

—Es una mujer que viene con un niño en brazos. La mayor de edad dice llamarse Sara.

—¿Sara? Mmm—. No estoy esperando a ninguna Sara por estos lados, pero si viene con un niño, es probable que esté mendigando. No me ha sucedido antes, pero sí tengo amigos que les ha pasado de que su estatus económico o social llega a oídos de algunas personas desesperadas, quienes asisten para mendigar algo.

Si viene con un niño, no le daré dinero, pero puedo prometerle algo que sea de utilidad para el futuro de su hijo si es que realmente le interesa.

Tengo algo de margen aún.

Dejo mis auriculares, pongo en pausa el audiolibro y le advierto Alan:

—Iré a ver.

Me acomodo el saco y ando hasta el lobby del hotel donde en efecto, me encuentro a una mujer de aproximadamente mi edad, cabello negro y piel tostada. Sostiene a un niño que no se le parece en absoluto: es muy pálido, parece crecido en edad como para que deba ir sostenido en brazos, quizá tres años y tiene unos grandes ojos azules como la vista al mar que hay desde los ventanales del hotel.

Ella, al verme, parece sorprendida, pero luego su mirada se vuelve…¿desafiante?

El niño me señala y dice una palabra que me deja consternado:

—Papá.

No creo que sepa decir muchas palabras, pero evidentemente esa sí la sabe. Le dedico una sonrisa impostada que me cuesta sostener y decae en cuanto le digo:

—No, niño. Tu padre no está aquí.




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