Para Este Tiempo

Capítulo 1: El Comienzo de un Sueño

Narra Ester

Me desperté con los primeros rayos del sol colándose por mi ventana, como cada mañana, unos minutos antes de que sonara la alarma. Me quedé unos segundos acostada, mirando el techo de mi habitación, mientras una emoción dulce comenzaba a llenar mi pecho.

—Hoy es el día —susurré para mí misma, con una sonrisa tímida y los ojos brillantes.

Me levanté con energía y lo primero que hice fue tender mi cama, como me enseñó mi madre antes de que ella… bueno, antes de que todo cambiara. Luego fui directo al armario y elegí con cuidado lo que iba a ponerme: un conjunto sobrio pero elegante. Opté por una blusa blanca de manga larga con pequeños detalles en encaje que cubría completamente mis hombros, acompañada de una falda azul marino hasta las rodillas, perfectamente planchada. Lo combiné con un par de zapatos cerrados de tacón bajo color crema. Nada llamativo, todo decoroso y profesional, justo como me enseñaron mis tíos. No quería dar una imagen equivocada; quería que me vieran por lo que había dentro de mí, no por mi apariencia.

Me llevé la ropa al baño y abrí la regadera. Mientras el agua comenzaba a caer, puse música desde mi celular. Sonó “La Gloria de Dios” de Ricardo Montaner y, sin darme cuenta, comencé a cantarla con el alma. Siempre había sentido que esa canción era como una oración cantada.

Después del baño, ya arreglada, me acerqué al espejo. Me apliqué un poco de maquillaje: base ligera, un toque de rubor y brillo suave en los labios. No más. Me observé por unos segundos, tratando de calmar los nervios.

—No tengas miedo, Ester —me dije a mí misma en voz baja—. Todo saldrá bien.

Justo entonces, alguien golpeó la puerta.

—¡Ester, es hora de desayunar! —gritó la voz grave y familiar de mi tío.

—¡Ya voy, tío! —respondí mientras tomaba mi bolso, una carpeta azul con mis documentos, y salía de la habitación.

La cocina olía a pan tostado y jugo de naranja fresco. Mi tío Mardoqueo estaba sirviendo el desayuno con esa misma dedicación con la que siempre cuidó de mí desde que llegamos a Nueva York.

—Buenos días, tío —dije, dándole un beso en la mejilla.

—Buenos días, mi niña —respondió él, devolviendo el gesto con una sonrisa—. El desayuno está listo, siéntate.

Nos sentamos uno frente al otro. Era nuestro momento de cada mañana, aunque hoy se sentía distinto.

—¿Hoy es tu entrevista? —preguntó mientras me servía jugo.

—Sí —dije sonriendo—. Hoy sabré si quedo para el puesto.

—Espero que sí —dijo con tono serio, dejando la taza de café sobre la mesa—. Pero recuerda que para que eso ocurra… no puedes mencionar que eres del pueblo judío.

Bajé un poco la mirada, no porque me avergonzara de quién era, sino por la tristeza de tener que ocultarlo.

—Lo entiendo, tío —respondí en voz baja—. Sé que nuestra gente está siendo perseguida, y por eso nos mudamos a Nueva York.

—Así es —asintió con un suspiro—. Ellos no entienden nuestras creencias. Pero aunque debamos escondernos, nunca debemos negar a Dios.

—Sin Dios no podemos vivir —dije, ahora con una sonrisa más fuerte—. No somos nada sin nuestro Padre celestial.

—Exacto —afirmó con convicción—. Prométeme que cuando vayas a tu entrevista, no dirás tu origen.

—Lo prometo, tío. No he dicho nada desde que llegamos. Ya llevamos aquí dos años y todo ha salido bien.

—Tienes solo 17 años… ¿por qué quieres trabajar tan pronto?

—Es parte de la práctica, tío —respondí con entusiasmo—. Ya estoy en la universidad, y pronto seré una profesional.

—Eres muy inteligente —dijo con orgullo—. Por eso te saltaste dos años de la preparatoria. Si no te contratan, es porque son incompetentes.

—Lo harán —dije con una seguridad que hasta a mí me sorprendió.

—Tienes la gracia de Dios contigo. Sé que te contratarán. Y sé que serás una gran economista en el futuro.

—Pero por ahora me conformo con ser una gran asistente del presidente —añadí con una sonrisa.

Me despedí de mi tío con un beso más y tomé la carpeta que contenía todos mis documentos: la carta de autorización firmada por mi tío, mi hoja de vida, mis calificaciones universitarias y los papeles de identidad.

Antes de salir, repasé una vez más el nombre de la empresa:

Inversiones BlackWood.

La compañía de inversiones más importante del país.

Ethan BlackWood, el presidente, era considerado uno de los inversionistas más jóvenes y exitosos del mundo. Tenía un talento natural para los negocios, un ojo agudo para las oportunidades, y una visión que había llevado a la empresa a expandirse internacionalmente. Además de su sede principal en Nueva York, tenía oficinas en París, Francia, y Londres, Inglaterra. Se rumoreaba que planeaba abrir nuevas sucursales en Buenos Aires, Argentina, y Cancún, México.

Y allí iba yo, Ester Ben-David, con la esperanza de convertirme en parte de esa gran historia.

Espero que me contrate.



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En el texto hay: espiritual, dios, judios

Editado: 20.05.2025

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