Narra Ethan
El sol aún no había salido cuando abrí los ojos. Dormía poco, y cuando lo hacía, rara vez era profundo. Me levanté en silencio, sin despertar a la mujer que dormía a mi lado. No lo habría notado de todos modos. Hacía meses que vivíamos juntos, pero nuestras almas no se encontraban ni en el desayuno.
Entré al baño y me miré al espejo. Mismo rostro, mismos ojos verdes, la misma sombra en la mirada. Me afeité con precisión, como cada mañana. El traje estaba listo sobre el sillón: gris oscuro, camisa blanca, corbata azul. No era por vanidad. Era armadura.
En la cocina, me esperaba una taza de café amargo, preparada por Thomas, el mayordomo. Me saludó con un leve asentimiento. No necesitábamos palabras. Él me conocía desde antes de tener imperio, desde que solo era el joven heredero de una familia disfuncional.
Tomé el café y miré por la ventana de mi penthouse. La ciudad comenzaba a despertar. Yo ya estaba despierto hace rato.
Revisé mis correos, respondí un par de mensajes del equipo en París y uno urgente desde Londres. Luego, abrí el correo de Ava, mi asistente de confianza. Sujeto: Entrevista para asistente de prácticas – Ester Ben-David. Confirmada para hoy a las 9:00 a.m.
El nombre me llamó la atención. No sabía por qué.
No solía involucrarme en entrevistas para puestos menores. Pero esta vez… algo me hizo decir que sí. Tal vez fue el tono con el que Ava me habló de la joven. “Es distinta”, dijo. “Muy joven, pero hay algo en su forma de hablar. Creo que debería conocerla usted mismo”.
Tomé el ascensor privado y bajé al garaje. Mi chofer ya me esperaba. El camino hasta la empresa fue rápido. Lluvia ligera sobre los cristales, tráfico moderado. Nadie hablaba en el auto. Así me gustaba. El ruido de la ciudad bastaba.
Cuando llegué, todo estaba en orden. Como siempre. El edificio respiraba eficiencia. Pero por dentro, yo solo sentía el peso de la rutina.
Saludé con una leve inclinación a los ejecutivos que esperaban en la sala de juntas y caminé directo hacia mi oficina. El piso 42 tenía una vista privilegiada, pero yo casi nunca la miraba. Hasta hoy.
Me acerqué a la ventana, dejé el portafolio sobre el escritorio, y por unos minutos observé los techos de Nueva York.
—¿Por qué acepté esta entrevista? —me pregunté en voz baja.
Unos minutos después, Ava llamó suavemente a la puerta.
—La señorita Ben-David está aquí.
—Hazla pasar.
Giré lentamente. La puerta se abrió y entró una muchacha delgada, de rasgos delicados, con el cabello recogido de forma sencilla. Sus ojos azules brillaban, pero no por inseguridad, sino por fe.
Fe. Era eso lo que vi en ella. Una convicción que no tenía nada que ver con arrogancia, y todo con propósito.
—Buenos días, señor BlackWood —dijo con una voz suave, pero firme.
—Buenos días, señorita Ben-David. Tome asiento.
La observé mientras se sentaba, cuidadosamente, como si no quisiera ocupar más espacio del necesario. No tenía adornos ni pretensiones. Solo verdad.
—¿Tiene solo 17 años? —pregunté, más por confirmar lo que ya sabía.
—Sí, señor —respondió, ofreciéndome su carpeta—. Pero ya estoy en la universidad y cuento con todas las autorizaciones legales.
No tomé la carpeta al instante. Quería saber más de ella antes de ver lo que el papel decía.
—¿Por qué quiere trabajar aquí?
—Porque quiero aprender —dijo sin titubear—. Sé que no tengo experiencia, pero tengo voluntad, disciplina y deseo de crecer.
Podría haber sonado como cualquier otra postulante desesperada. Pero no. Su tono era diferente. Había humildad, sí, pero también algo más.
—Vengo porque creo que Dios me trajo hasta aquí —agregó—. Y cuando Él abre una puerta, uno no la ignora.
Dios.
No recordaba la última vez que alguien hablaba de Él en esta oficina. Ni siquiera yo.
Tomé su carpeta y revisé los documentos. Sus calificaciones eran impecables. Pero lo que más me impresionó fue la carta de recomendación escrita por su tutor, su tío. Breve, pero llena de orgullo. Un tipo sencillo, pero con palabras firmes.
La cerré, la miré una vez más y dije:
—Está bien, señorita Ben-David. Empieza el lunes.
Su reacción fue genuina. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no perdió la compostura. Solo agradeció con una sonrisa que parecía iluminar el lugar.
Cuando salió, me quedé un momento mirando la puerta cerrarse lentamente.
No sabía quién era realmente esa muchacha.
Pero sí sabía algo con certeza:
Mi rutina acababa de cambiar.