Narra Ethan
Después de que Ester Ben-David salió de mi oficina, algo quedó suspendido en el aire. Cerré la carpeta que contenía sus documentos, pero las palabras que había dicho seguían resonando como un eco difícil de acallar.
"Cuando Dios abre una puerta..."
Volví a mi escritorio. Intenté sumergirme en los números, en los informes, en lo predecible. Pero en lugar de concentrarme, mi mente se fue hacia otro lugar. Hacia otro tiempo.
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Tenía ocho años la primera vez que escuché gritar a mi madre. No era un grito de miedo, ni de dolor. Era rabia. Pura. Descarnada. Dirigida a mi padre, que acababa de perder otra fortuna en el casino.
Esa noche, me escondí debajo de la escalera con mi oso de peluche y conté los segundos entre cada golpe de voz. Mi hermana menor, Emma, se había quedado dormida en mis piernas. Yo la cubría con mis brazos, como si pudiera protegerla de un mundo que ya nos quedaba grande.
Al día siguiente, mi padre me llevó a la escuela en su coche lujoso. Llevaba lentes oscuros. Olía a whisky.
—Recuerda, hijo —me dijo mientras bajaba del auto—: en este mundo, o pisas o te pisan.
Fue una de las pocas veces que me habló directamente.
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Crecí aprendiendo a leer balances antes que novelas. Supe de acciones antes que de amistades. Aprendí a sonreír en público, a apretar la mandíbula en privado. Me convertí en un experto en ocultar debilidad, en hablar sin decir mucho, en sobrevivir en reuniones llenas de tiburones.
Me hice cargo de la empresa a los veinticuatro años, tras la muerte repentina de mi padre. Heredé todo: las acciones, las propiedades, y el odio cuidadosamente cultivado en los pasillos de la élite empresarial. Mi apellido abría puertas, pero cerraba otras más humanas. Amigos verdaderos, no tenía.
Y el amor… bueno. Me casé por estrategia. Por presión. Por la idea de que un BlackWood casado daba una imagen más sólida ante los inversionistas. Ariadne era hermosa, sofisticada, y vacía por dentro. Ella quería poder. Yo quería paz. No había trato posible.
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Volví al presente con el sonido de un leve golpe en la puerta.
—Señor BlackWood, el comité de París está listo para la videollamada —dijo Ava desde afuera.
—Diles que empiecen sin mí. Estaré allí en cinco minutos.
—¿Todo bien? —preguntó en un tono inusualmente suave.
—Sí. Solo… necesito respirar.
Cuando me quedé solo otra vez, me acerqué a la ventana. La ciudad rugía allá abajo, indiferente. Pero en medio del ruido, la imagen de Ester volvía a mi mente.
Su voz. Su serenidad. Su fe.
¿Quién llega a Nueva York con 17 años, habla de Dios en una entrevista, y te deja pensando en tu niñez?
Alguien que no es común.
Y, por alguna razón, sentí que esa muchacha tenía algo que el mundo me había arrebatado hacía tiempo:
Esperanza.