Narra Ester
El tren de regreso a casa me pareció más rápido que nunca. Como si la ciudad supiera que tenía algo que contar y me estuviera ayudando a llegar más rápido. El corazón me latía fuerte, pero no por nervios… sino por gratitud.
Sostuve con fuerza la carpeta que llevaba en las manos. Dentro, estaba la carta oficial. Firmada. Sellada. ¡Contratada!
Cuando bajé del tren, el aire de la tarde ya se había enfriado, pero a mí no me importó. Caminé rápido por las calles del vecindario, saludando con una sonrisa a la señora del puesto de flores y al anciano que siempre estaba leyendo en la banca de la esquina. Sentía que flotaba.
Abrí la puerta de nuestro pequeño departamento y el aroma a estofado me recibió como un abrazo. Era la receta de mi madre, la que mi tío hacía en los días especiales. ¿Había presentido algo?
—¡Tío! —llamé con entusiasmo—. ¡Estoy en casa!
—Estoy en la cocina, nena —respondió su voz, como siempre cálida, como siempre presente.
Corrí hacia allá y lo encontré removiendo el guiso, con el delantal manchado de salsa y una sonrisa escondida bajo su bigote.
—¿Cómo te fue? —preguntó mientras bajaba el fuego.
Yo no dije nada. Solo levanté la carpeta y se la puse frente a los ojos. Él la tomó, abrió el documento con cuidado, como si fuera algo sagrado… y al leerlo, su rostro se transformó.
—¿Te contrataron? —preguntó en voz baja, incrédulo.
—¡Me contrataron! —grité, y solté una risa de emoción mientras lo abrazaba—. ¡Voy a trabajar en Inversiones BlackWood, tío! ¡Con el mismísimo Ethan BlackWood!
Él me sostuvo fuerte, tan fuerte que por un segundo volví a sentirme niña. A salvo.
—¡Baruj HaShem! —dijo emocionado—. ¡Gracias al Altísimo!
—¡No lo puedo creer! —seguí riendo—. Me preguntó cosas muy serias. Pero luego… no sé, sentí como si algo lo hubiera tocado.
—¿Te sentiste cómoda?
—Sí… y no. Es un hombre que guarda muchas cosas dentro. Pero cuando me miró, sentí compasión. Como si algo en él estuviera muy roto, pero aún no del todo perdido.
—Tienes el don de ver lo que otros no ven —dijo mientras me acariciaba el cabello con ternura—. Ese es un regalo, Ester. No lo olvides.
Nos sentamos a la mesa. Comimos el estofado y pan recién horneado. En algún momento, encendí la pequeña radio y sonó una canción en hebreo que solíamos cantar en casa, cuando aún vivíamos allá, cuando mamá aún estaba viva.
—Ella estaría tan orgullosa de ti —dijo mi tío, con la voz entrecortada.
—Yo solo quiero honrarla —respondí bajito.
Miramos por la ventana un momento. Afuera, la ciudad seguía con su ruido, su prisa, su indiferencia. Pero en ese hogar pequeño, humilde, hecho de memoria y fe, yo sentía que algo hermoso estaba comenzando.
Mañana empezaría una nueva etapa.
Pero esa noche, solo quería quedarme allí. Donde todo era amor. Donde todo comenzó.